«Nosotros aguardamos al Señor; él es nuestro auxilio y nuestro escudo» (SaImo 32, 20).
La Liturgia eucarística es siempre sacrificial, porque es memorial y celebración del Sacrificio de la cruz. Pero este su carácter queda hoy evidenciado especialmente por la Liturgia de la Palabra, centrada enteramente en el misterio de la pasión y muerte de Jesús. La primera lectura (Is 53, 10- 11) un anuncio de ella en breves versículos que revelan el plan divino acerca del «Siervo de Yahvé», figura de Cristo. «El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento» (ib 10); tal fue la voluntad de Dios, que quiso entregar a su Unigénito por la salvación del mundo; y tal será la voluntad de Cristo «cuando entregue su vida como expiación» (ib). Ese sacrificio voluntario «justificará a muchos» (ib 11), o sea salvará la multitud de los hombres, salvará a todos los que acepten ser salvados. El precio será su muerte, con la cual expiará «los crímenes de ellos» (ib). En verdad no es una fruslería el pecado, como tampoco el amor de Dios a los hombres una chanza ni una figura literaria, si para redimirlos ha querido Dios que su Hijo muriese en cruz. Muerte que terminó, es cierto, en la gloria de la resurrección, pero sólo pasando por los rigores y las angustias más crueles.
El Evangelio del día (Mc 10, 35-45) deja oír la petición de los hijos de Zebedeo en contraste estridente con el discurso sobre la Pasión, que por tercera vez anuncia Jesús: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (ib 37). El hombre intenta siempre evadirse del sufrimiento y asegurarse en cambio, el honor. Pero Jesús lo desengaña; el que quiera tener parte en su gloria deberá beber con él el amargo cáliz del sufrimiento: «¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?» (ib 38). Aunque los dos apóstoles no hayan comprendido aún el misterio de la cruz, responden afirmativamente: «Lo somos» (ib), y su respuesta es una profecía. Un día, en efecto, cuando hayan comprendido ya las profundas exigencias del seguimiento de Cristo, sabrán sufrir y morir por él; mas para hacerlo, habrán debido renunciar a toda pretensión de primacía.
En la Iglesia de Cristo no hay lugar para las mezquinas competiciones del orgullo, para los manejos de la ambición, para el afán de triunfo, gloria o preeminencia sobre los otros. El que se deja dominar de tales deseos desordenados, se porta no como cristiano sino como pagano: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los gentiles, los gobiernan como señores absolutos -dice Jesús-. Vosotros nada de eso: el que quiera ser grande sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero sea esclavo de todos» (ib 42-43). Si puede haber una competición entre cristianos será por adueñarse del puesto de mayor servicio, pero sin ostentación, procurando no sobresalir sino desaparecer. Jesús da el ejemplo: él «no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida en rescate por todos» (ib 45). Así, pues, a servir llevando la cruz por sí y por los otros, sufriendo para expiar las culpas propias y las ajenas, ofreciéndose junto con Jesús «en rescate por todos».
Para
animar a los creyentes a llevar la cruz, san Pablo (2.a lectura: Hb 4, 14- 16)
les recuerda que tienen en Jesús «un Sumo Sacerdote grande», el cual, habiéndose
hecho en todo semejante a los hombres, conoce sus debilidades, pues las
experimentó «en todo exactamente... menos en el pecado». El, que ora está
sentado a la diestra del Padre para interceder por ellos, fue pasible como
ellos, agonizó y temió como ellos frente al sufrimiento y a la muerte, y así
puede compadecerse de ellos y socorrerlos. «Por eso, acerquémonos con seguridad
al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos
auxilie oportunamente» (ib 16).
¡Oh Señor mío! Cuando pienso por qué de maneras padecisteis y cómo por ninguna lo merecíais, no sé qué me diga de mí, ni dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer, ni adónde estoy cuando me disculpo. Ya sabéis Vos, Bien mío, que si tengo algún bien, que no es dado por otras manos sino por las vuestras. Pues ¿qué os va, Señor, más en dar mucho que poco? Si es por no lo merecer yo, tampoco merecía las mercedes que me habéis hecho. ¿Es posible que he yo de querer que sienta nadie bien de cosa tan mala, habiendo dicho tantos males de Vos, que sois bien sobre todos los bienes? No se sufre, no se sufre, Dios mío -ni querría yo lo sufrieseis Vos-, que haya en vuestra sierva cosa que no contente a vuestros ojos. Pues mirad, Señor, que los míos están ciegos y se contentan de muy poco. Dadme Vos luz y haced que con verdad desee que todos me aborrezcan, pues tantas veces os he dejado a Vos, amándome con tanta fidelidad.
Es el caso que, como somos inclinadas a subir -aunque no subiremos por aquí al cielo-, no ha de haber bajar. ¡Oh Señor, Señor! ¿Sois Vos nuestro dechado y Maestro? Sí, por cierto. ¿Pues en qué estuvo vuestra honra, Honrador nuestro? No la perdisteis, por cierto, en ser humillado hasta la muerte; no, Señor, sino que la ganasteis para todos. (Santa Teresa de Jesús, Camino, 15, 5; 36, 5).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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