«Señor, que llore con el que llora» (Rm 12, 15).
De las lecturas de hoy emergen dos figuras femeninas, dos viudas pobres, notables por su fe y generosidad. La primera (1ra lectura: 1 Re 17, 10-16) es una mujer de Sarepta de buena posición, pero reducida a la miseria por la sequía y el hambre. Con todo, a la demanda del profeta Elías no sólo le da agua para beber, sino hasta el pan que había hecho con el último puñado de harina que le quedaba y que estaba destinado para ella y para su hijo. «Nos lo comeremos y luego moriremos» (ib 12), había dicho la mujer expresando su dramática situación. A pesar de ser pagana, demuestra una fe sorprendente en la palabra del profeta que le asegura de parte del Dios de Israel: «La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra» (ib 14). Bajo esta promesa cede su pan. Un pan no es gran cosa, pero es mucho, o mejor, lo es todo cuando es el único sustento; para darlo entonces a otro hace falta una generosidad nada común.
Un gesto semejante, narrado por el Evangelio (Mc 12, 38-44), fue sorprendido por Jesús mientras observaba a la gente que echaba dinero en el tesoro del templo. Entre los ricos que «echaban en cantidad», se esconde una viuda que deja caer «dos moneditas» (ib 42). Nadie la nota, pero Jesús mostrándola a los discípulos les dice: «Esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra; pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (ib 43-44). Dios no mira la cuantía del don, sino el corazón y la situación del que da. La viuda que por amor suyo se priva de todo lo que tiene, da mucho más que los ricos que ofrecen grandes sumas sin sustraer nada a su comodidad. Su gesto no tiene explicación sin una fe inmensa, mayor aún que la de la mujer de Sarepta, porque no se apoya en la promesa de un profeta, sino únicamente en Dios y obra sin más móvil que el de servirle con todo el corazón.
Tal conducta está en contraste estridente con la de los escribas y doctores de la ley, que Jesús había condenado poco ha: «Devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos» (ib 40). Ellos habían hecho de la religión un pedestal para sus ambiciones y en lugar de tutelar la causa de los débiles e indefensos, se aprovechaban de su autoridad y doctrina para depredar sus bienes. Buen punto de reflexión. Si el hombre no es profundamente recto y sincero, puede llegar a servirse de la religión para sus intereses egoístas. La verdadera religión es servir a Dios con pureza de corazón y honrarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24), acompañando la plegaria con el don de sí mismo hasta consumir por él la última moneda. Es también servir a Dios en el prójimo con una caridad que no calcula lo que da a base de lo que le sobra, sino de la necesidad del otro. La limosna no es cristiana si no es donación de sí, y el don de sí es imposible sin sacrificio, sin renuncia, sin privarse de algo. Caridad cristiana es llorar con el que llora (Rm 12, 15), es participar en las condiciones del pobre, compartir sus privaciones y, en un caso extremo, hasta su misma hambre. Así lo hizo la viuda de Sarepta ofreciendo su último pan, y así lo hizo la viuda judía entregando todo su haber.
Pero
el modelo supremo será siempre Jesús, el cual vino al mundo para dar la vida a
los hombres, «para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo» (Hb 9,
24-28). El cristiano salvado por este sacrificio debe participar en él con la
entrega de sí mismo para la salvación temporal y eterna de los hermanos.
Dios, omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros los males, para que, bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad (Oración Colecta).
Te hacemos presente, Señor, nuestra acción de gracias, implorando de tu misericordia que el Espíritu Santo mantenga siempre viva la gracia de la sinceridad en quienes han recibido la fuerza de lo alto (Oración Después de la Comunión).
Tú, Señor, trajiste del cielo el suave maná y el dulce alimento de la caridad, que tiene en sí tal vigor que hace soportar cualquier suplicio; y así lo hemos visto por experiencia, primero en ti, dulce Maestro nuestro, Señor y guía, y luego en tus santos.
¡Oh, cuántas cosas han hecho y soportado ellos con gran paciencia con ese tu amor infundido en sus corazones, del que quedaban tan encendidos y unidos contigo que ningún tormento los podía separar de ti!...
No hay camino ni más corto, ni mejor, ni más seguro para nuestra salvación que este vestido nupcial y dulce de la caridad, la cual da tanta confianza y tanto vigor al alma, que ésta se presenta a ti sin ningún temor. Y al contrario, si se encuentra desnuda de caridad al tiempo de la muerte, queda tan abyecta y vil que se iría a cualquier otro lugar, triste y malo cuanto se quiera, para no comparecer ante la divina presencia. Y con razón, pues siendo tú, oh Dios, sencillo y puro, no puedes recibir en ti nada que no sea puro y sencillo amor. (Santa Catalina de Génova, Diálogo).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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