«Señor, que esté yo atento y vigilante a tu espera» (Mc 14, 33).
Estando el año litúrgico para terminar, la Liturgia invita a los fieles a meditar sobre el fin del tiempo que coincidirá con la parusía, el retorno glorioso de Cristo, y la restauración en él de todas las cosas. El gran acontecimiento escatológico es ilustrado por las lecturas de hoy, en especial por la profecía de Daniel (12, 1-3; 1.ª lectura) y por el Evangelio (Mc 13, 24-32).
Estos textos pueden ser considerados como paralelos, por más que en el Evangelio está todo iluminado por una luz nueva proveniente de la perspectiva escatológica. Ambos anuncian una época de grandes sufrimientos que señalará el fin del mundo actual: «Serán tiempos difíciles como no los ha habido», dice Daniel (12, 1); «aquellos días habrá una tribulación como no la hubo igual desde el principio de la creación» (Mc 13, 19.24), confirma el Evangelio. Es verdad que la profecía de Daniel como la de Jesús se refieren también a hechos históricos inminentes -la persecución de los judíos por parte de los reyes paganos y la destrucción de Jerusalén-, pero en sentido pleno se refieren al fin de los tiempos. Las pruebas y los sufrimientos de aquella hora serán la última llamada a conversión a los pecadores y la última purificación de los elegidos. Cuándo y cómo sucederá esto, es inútil indagarlo; es secreto de Dios. Importa más reflexionar que desde la muerte y resurrección de Cristo en adelante toda la historia está orientada a la parusía y, por ello, debe servir de preparación a la vuelta gloriosa del Señor.
Las vicisitudes y tribulaciones de hoy como las de mañana, bien de los individuos bien de los pueblos, tienen como único objeto disponer a los hombres para la venida final de Cristo y para su glorificación en él: «Entonces -dice el profeta- se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro (de la vida)» (Dn 12, 1), o sea los contados entre los elegidos. La liberación será plena, participando también en ella la materia por la resurrección de los cuerpos. Pues los justos resucitarán «para vida perpetua» y «brillarán como el fulgor del firmamento»; los que más hayan contribuido a la salvación de los hermanos serán «como estrellas por toda la eternidad» (ib 2-3). Bella distinción que prevé la gloria particular reservada a la Iglesia, a los apóstoles. Pero estará también la contrapartida: cuantos hayan resistido a la gracia resucitarán «para ignominia perpetua», consumándose así la ruina que ellos quisieron con su obstinada oposición a Dios. Otro punto de contacto de ambos textos es la intervención de los ángeles en favor de los elegidos. Daniel habla de Miguel, el arcángel que vela por el pueblo de Dios; el Evangelio, de ángeles en general, que estarán encargados de «reunir a sus elegidos a los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo» (Mc 13, 27). Ninguno será preterido; todos -ángeles y hombres- serán convocados para el retorno glorioso del Salvador. «Entonces verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes con gran poder y majestad» (ib 26). Cristo, que vino por vez primera al mundo en humildad, reserva y dolor para redimirlo del pecado, volverá al fin de los siglos en todo el esplendor de su gloria a recoger los frutos de su obra redentora.
Se comprende así cómo la Iglesia primitiva, enamorada de Cristo y deseosa de volver a ver su rostro glorioso, esperase con ansia la parusía. «Ven, Señor Jesús» (Ap 21, 20) era la invocación ardiente de los primeros cristianos que vivían con el corazón vuelto a él como si estuviese ya a la puerta. Esa misma debe ser la actitud de quien ha comprendido el sentido profundo de la vida cristiana: una espera de Cristo, un caminar hacia él con la lámpara de la fe y el amor encendida.
“Ya sabéis, Señor mío, que muchas veces me hacía a mí más temor acordarme de si había de ver vuestro divino rostro airado contra mí en este espantoso día del, juicio final que todas las penas y furias del infierno que se me representaban; y os suplicaba me valiese vuestra misericordia de cosa tan lastimosa para mí, y así os lo suplico ahora, Señor. ¿Qué me puede venir en la tierra que llegue a esto? Todo Junto lo quiero, mi Dios, y libradme de tan grande aflicción. No deje yo, mi Dios, no deje de gozar de tanta hermosura en paz. Vuestro Padre nos dio a Vos; no pierda yo, Señor mío, joya tan preciosa. Confieso, Padre eterno, que la he guardado mal; mas, aún remedio hay, Señor, remedio hay, mientras vivimos en este destierro.” (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 14, 2).
“Haz, Señor, que sea admitida en el número de las vírgenes sabias y permanezca a la espera del Esposo celestial con la lámpara encendida y llena de aceite, de modo que no me turbe por la llegada improvisa del Rey, sino que, segura con la luz de las buenas obras, salga al encuentro festiva con el coro de las vírgenes que me han precedido... en el séquito del Cordero.” (Santa Gertrudis, Ejercicios, 3).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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