«Dame, Señor, la sabiduría que viene de arriba, que es amante de la paz, dócil, llena de misericordia» (Sant 3, 17).
La primera lectura de hoy (Sb 2, 17-20) deja oír las palabras de escarnio y odio que los pecadores profieren contra el justo tramando su perdición: «Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará, y lo librará del poder de sus enemigos. Lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura...; lo condenaremos a muerte ignominiosa» (ib). La conducta del justo sabe a reproche continuo de los malvados, los cuales reaccionan maquinando contra él para denigrarlo y quitarlo del medio. Siempre fue así, antiguamente como ahora; y lo fue de modo muy especial para nuestro Señor Jesucristo. Condenado a una «muerte ignominiosa», se vio ultrajado con palabras idénticas a las registradas tantos siglos antes: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy Hijo de Dios"» (Mt 27, 43). Se comprende así que en ese trozo del libro de la Sabiduría haya visto siempre la cristiandad una profecía de la pasión del Señor.
Hasta la Liturgia lo usa en este sentido poniéndolo como fondo del Evangelio de hoy (Mc 9, 30-37) que continúa el discurso sobre la pasión (cf. Domingo precedente). «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (ib 31). El Señor no separa nunca el anuncio de su pasión del de su resurrección, que es el epílogo de aquélla e ilumina su valor. Los discípulos, en cambio, se quedan sólo en la primera y, aterrorizados, procuran huirla. El evangelista nota que «les daba miedo preguntarle» (ib 32) sobre ese tema: prefieren evitarlo, ignorarlo. Y llama la atención que, por el contrario, se ponen a discutir entre sí «quién era el más importante» (ib 34). Es la mentalidad del hombre terreno que huye de la cruz, para procurarse, en cambio, un poco de gloria y asegurarse un puesto elevado por encima tal vez de los otros. Los discípulos intuyen que tales sentimientos no agradan al Señor y se los quieren ocultar; pero él, que lee en sus corazones, les dice: «quien quiera ser el primero, que sea el último de todos» (ib 35).
Es lo que él mismo hará en su pasión: se reducirá a siervo o esclavo de los hombres hasta morir por ellos como el último malhechor; pero resucitando será el primero, el primogénito de muchos hermanos adquiridos al precio de su sangre. Y para concretar mejor su enseñanza, Jesús acercó «a un niño, lo puso en medio de ellos y lo abrazó» (ib 36). Demostraba así que las preferencias de Dios no son para los grandes, sino para los pequeños y últimos, a los cuales se les asegura no la gloria terrena, sino el Reino de los Cielos (Mt 19, 14); que para hacerse siervo, hay que servir sobre todo a los pequeños, débiles, pobres y necesitados, en los que quiere ser reconocido. «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y quien me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9, 37). El camino seguro para encontrarse con Jesús y en él encontrarse con el Padre, es siempre el de la humildad y el servicio amoroso a los pequeños, humildes y pobres, sin retroceder cuando en este camino se encuentra la cruz como se la encontró el Señor.
La
humildad, el espíritu de sacrificio y el amor libran al hombre de la envidia y
del espíritu de contienda de que habla Santiago en la segunda lectura (Sant 3,
16-4, 3); le libran de las pasiones que son el origen de todas las luchas y conflictos,
también de los que se tienen por acaparar los primeros puestos. Y por el
contrario le hacen partícipe de «la sabiduría que viene de arriba», la cual es
«amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras»
(ib 17).
¿Se vio nunca tanta humildad como en ver a Dios humillado hasta el hombre, la suma alteza abajada a tanta abyección como es nuestra humanidad? Oh dulce y enamorado Verbo, fuiste obediente hasta la oprobiosa muerte de cruz, paciente y tan manso que no se oyó tu voz para murmuración alguna... Oh dulce y enamorado Verbo, fuiste saciado de penas y revestido de oprobios, deleitándote en las injurias, escarnios y befas; soportando hambre y sed, tú que sacias a todo hambriento, con tanto fuego y deleite de amor. Tú eres nuestro dulce Dios que no necesitas de nosotros. Y no amainaste en procurar nuestra salud, sino perseveraste, no dejando de hacerlo por nuestra ignorancia e ingratitud...
Esta es, pues, la doctrina y la vida que tú hiciste: y nosotros pobres miserables, llenos de defectos..., hacemos todo lo contrario... Oh santo e inmaculado Cordero, embriágame con tu sangre... Y como tú, Cristo bendito, no dejaste por ningún trabajo de obrar nuestra salud, haz también que tu esposa no deje... por ninguna pena, ni fatiga, ni hambre, ni sed, ni necesidad alguna, de emplearse continuamente en honor tuyo..., ni deje de servir a su prójimo, ni de procurar su salvación, aunque éste por ingratitud o ignorancia no reconociese tal servicio. (Santa Catalina de Siena, Epistolario, 79, v 2).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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