domingo, 1 de septiembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 22º Domingo del Tiempo Ordinario: La verdadera pureza es la del corazón

 

«Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?... El que procede honradamente y practica la justicia» (Salmo 14, 1-2).

El tema de la ley de Dios está tratado en la Liturgia de este domingo con singular riqueza. La primera lectura (Dt 4, 1-2. 6-8) presenta la fidelidad a la ley como condición esencial para la alianza con Dios y por ende como respuesta a ese su amor por el que se ha acercado tanto a su pueblo, que es accesible a todo el que le busca o invoca (ib 7). La observancia de los preceptos divinos no oprime ni esclaviza, sino da la verdadera vida fundada en una relación de amistad con Dios para terminar en la posesión de la tierra prometida, figura de la felicidad eterna. «Ahora, Israel, escucha los mandatos... que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor Dios... os va a dar» (ib 1). La práctica de la ley, además, ennoblece al hombre haciéndole partícipe de la sabiduría de Dios que la ha establecido (ib 6), le da la seguridad de caminar en la verdad y en el bien, y el gozo de ser admitido a su presencia. «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? -canta el salmo responsorial-. El que procede honradamente y practica la justicia..., no calumnia con su lengua..., no hace mal a su prójimo». En una palabra, el que observa los mandamientos divinos.

La segunda lectura (Sant 1, 17-18. 21b-22. 27) pone el acento en el aspecto interior de la ley, presentándola como «Palabra de la verdad» sembrada en el corazón del hombre para conducirlo a la salvación. «Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvarnos» (ib 21). La misma palabra divina que ha llamado al hombre a la existencia está impresa en su corazón como norma y guía de su vida. El hombre debe por eso estar interiormente a la escucha para percibirla y llevarla luego fielmente «a la práctica» (ib 22).

Se engañaría a sí mismo el que se contentase con conocer los preceptos divinos sin preocuparse de traducirlos en obras. De ahí se sigue la conclusión de que el punto central de la ley es el amor al prójimo como expresión concreta del amor a Dios: «La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo» (ib 27).

El Evangelio (Mc 7, 1-8a. 14-15. 21-23) corrobora y completa los conceptos expresados en las lecturas precedentes. Moisés había dicho: «no añadiréis nada ni quitaréis nada, al guardar los mandamientos del Señor vuestro Dios» (Dt 4, 2). Sin embargo, un celo indiscreto había acumulado en torno a la ley muchísimas prescripciones minuciosas que hacían perder de vista los preceptos fundamentales, hasta el punto de que los contemporáneos de Jesús se escandalizaban porque sus discípulos descuidaban ciertos lavados de manos, «vasos, jarras y ollas» (Mc 7, 4). Jesús reacciona con energía frente a esa mentalidad formalista: «hipócritas..., dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (ib 6.8). Condena todo legalismo, pero quiere la observancia sincera de la ley que es una realidad más esencial e interior, porque «nada que entra de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre» (ib 15). Es hipocresía lavarse escrupulosamente las manos o dar importancia a cualquier otra exterioridad, mientras el corazón está lleno de vicios. Lo interior del hombre es lo que hay que purificar, porque de ahí «salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad» (ib 21-22). Sin purificación del corazón no hay observancia de la ley de Dios, porque ésta mira precisamente a librar al hombre de las pasiones y del vicio para hacerlo capaz de amar a Dios y al prójimo.


Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda, y habitar en tu monte santo? El que procede honradamente y practica la justicia; el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua; el que no hace mal. a su prójimo ni difama al vecino; el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor; el que no retracta I Q qué juró aun en daño propio; el que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará. (Salmo 14).

Danos, Señor hambre y sed de la divina Palabra, que ella es vida para las almas, luz para las mentes, soplo vivificador. Tú lo has proclamado: «Las palabras que os digo son espíritu y vida».

¡Oh Biblia santa, oh libro divino! Se encuentran y se funden en ti sublimidad y santidad. Recorrer tus páginas es como pasar a través de las más bellas y seductoras armonías... Pero el punto central en el que sublimidad y santidad se encuentran y desbordan en su plenitud es el Nuevo Testamento, es tu Evangelio, oh Jesús.

La sublimidad del Evangelio no es torrente que pasa e hinche con su voz potente los ecos de las montañas de donde se precipita, sino río tranquilo siempre abundante en sus aguas y siempre maravilloso en su majestad; no es estallido de rayo al que sigue la tormenta, sino el expandirse gradual y plácido de la luz serena, que avanza a su paso, hasta inundar la tierra y los cielos. (San Juan XXIII, Breviario).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


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