«¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme, Señor, de lo que se me oculta» (SaImo 18, 13).
La primera lectura de hoy (Nm 11, 25-29) reproduce uno de esos raros textos véterotestamentarios que revelan la intención de Dios de derramar su Espíritu no sólo sobre algunos grupos escogidos, sino sobre todos los hombres. Cuando Dios, a instancias de Moisés que no se sentía con fuerzas para llevar solo la carga de todo el pueblo, «apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos» (ib 25) congregados en torno a la Tienda de Reunión, acaeció que otros dos extraños se pusieron a profetizar al igual que ellos. El joven Josué, indignado por esa irregularidad, protestó diciendo a Moisés que no se lo permitiese; pero éste, más iluminado y prudente, respondió: «¿Estás celoso por mí? Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor» (ib 29). Quien tiene experiencia de la grave responsabilidad que implica hablar y obrar en nombre del Espíritu, lejos de encelarse por ella, se alegra en compartirla con otros y está pronto a admitir —como sea auténtico— el don de profecía dondequiera se encuentre. Las irregularidades comienzan cuando son los particulares quienes se las dan de profetas, siendo a la Iglesia a quien le pertenece reconocerlos como tales, según hizo Moisés con aquellos dos hombres del campamento.
El Evangelio del día (Mc 9, 38-48) presenta un hecho semejante. Los discípulos, más celosos que Josué, viendo a uno que echaba demonios en el nombre de Jesús, se lo prohíben, por el simple hecho de que no es de ellos. Se trata en el fondo de celotipia de grupo. Pero Jesús, como Moisés, lo desaprueba, porque todo el que obra el bien en nombre suyo, aunque no pertenezca a la Iglesia, demuestra que está espiritualmente cerca de ella y que tiene al menos un germen de fe; por eso se le ha de respetar y tratar con benevolencia esperando confiadamente que ese germen madurará. «El que no está contra nosotros está a favor nuestro» (ib 40), dice el Señor. Y para atestiguar que cuanto se hace en su nombre tiene siempre un valor, añade: «El que os dé a beber un vaso de agua porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa» (ib). La menor obra buena hecha por respeto a Cristo no se perderá, aunque la haga quien no pertenece aún a la comunidad de los creyentes. Y si se hace en favor de los hermanos o de quien representa en la Iglesia al Señor, él la tendrá y recompensará como hecha a sí mismo (Mt 10, 40.42).
Después de haber hablado de los deberes de los discípulos para con los extraños, habla Jesús de los que tienen para con los creyentes y para consigo mismos. Dentro de la comunidad los discípulos son especialmente responsables de la fe de los «pequeños», o sea de la gente sencilla; ¡ay si en vez de sostenerla y tutelarla, la escandalizan! Jesús tiene a este propósito palabras terribles, entre las más duras que haya nunca pronunciado: «El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar» (Mc 9, 42). No hay que pasar superficialmente sobre la propia conducta, sino meditarla con seriedad y gobernarla, para que no haya en ella palabras o actitudes que puedan turbar la paz de los pequeños, o sea del buen Pueblo de Dios. La última reflexión se refiere a la guarda de sí mismo de los escándalos precedentes tanto del exterior como de las propias pasiones. También aquí habla Jesús con energía: «Si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al abismo» (ib 43). La misma paradoja se repite para el pie y para el ojo, con el intento de dar a entender que el discípulo de Cristo debe estar pronto a toda renuncia con tal de evitar el pecado que lo separa del Maestro y puede causarle la separación eterna.
Escúchame, escúchame, Señor Dios mío, para que tus ojos estén atentos sobre tus hijos día y noche. Extiende piadoso tus alas y protégelos; infunde en sus corazones tu Espíritu Santo, que les conserve en la unidad del espíritu y en el vínculo de la paz, en la castidad de la carne y en la humildad del alma.
Que este mismo Espíritu asista a los que oran, que la abundancia de tu amor los colme en su interior y la suavidad de la compunción recree sus mentes, que la luz de tu gracia ilumine sus corazones; la esperanza los levante, el temor los humille y la caridad los inflame. Que él mismo les sugiera las plegarias que tú propicio quieres oír...
Dulce Señor, que con la ayuda de tu Espíritu, estén en paz, modestos y benévolos consigo mismos, con los hermanos y conmigo; que se obedezcan, sirvan y soporten mutuamente. Que sean fervientes en el espíritu y gozosos en la esperanza. Que en la pobreza, abstinencia, trabajos y vigilias, silencio y quietud tengan una constancia incansable... Permanece entre ellos según tu fiel promesa y pues sabes lo que necesitan, te suplico robustezcas lo que de débil hay en ellos y no rechaces lo que en ellos hay de flaco; sana lo que está enfermo, alegra sus tristezas, reanima sus tibiezas, confirma lo que es inestable; de modo que todos se sientan ayudados por tu gracia en sus necesidades y tentaciones. (Elredo de Rievaulx, Oratio pastoralis, 8).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
No hay comentarios:
Publicar un comentario