“¿A eso lo llamáis ayuno, día
agradable al Señor?... Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas
injustas, liberar a los oprimidos, partir tu pan con el hambriento (...)” (cf.
Isaías 58, 5-7). A este conocido texto del profeta Isaías, bien podríamos
añadir, en plena sintonía con su mismo espíritu: ¡El ayuno que agrada a Dios es
controlar nuestra lengua!
Comencemos por reconocer que
llama la atención la “cruzada” que el Papa Francisco ha emprendido contra el
vicio de la crítica y el cotilleo: “Las murmuraciones matan, igual o más que
las armas”; “Los que viven juzgando y hablando mal del prójimo son hipócritas,
porque no tienen la valentía de mirar los propios defectos”; “Cuando usamos la
lengua para hablar mal del prójimo, la usamos para matar a Dios” ; “El mal de
la cháchara, la murmuración y el cotilleo, es una enfermedad grave que se va
apoderando de la persona hasta convertirla en sembradora de cizaña, y muchas
veces en homicida de la fama de sus propios colegas y hermanos”; “Cuidado con
decir solo esa mitad de la realidad que nos conviene”; “¡Cuántos chismorreos
hay en el seno de la propia Iglesia!”… Ciertamente, no creo que haya habido
nunca un Papa tan comprometido con la denuncia y la erradicación de esta lacra.
La crítica y el cotilleo están
tan extendidos en nuestra sociedad —sin que la Iglesia sea una excepción—, que
no son pocos quienes consideran que se trata de un mal insuperable, cuando no
necesario. A esto contribuye el hecho de que la percepción suele cambiar
dependiendo de que seamos sujetos activos o pasivos de dicha práctica. El
cotilla y el murmurador tiende a justificarse diciendo que se limitan a
informar, y que en esta vida es necesario tener un juicio crítico.
Pues bien, para dejar de
murmurar no solo se requiere controlar la lengua, sino que hay que cambiar la
mentalidad. No estamos ante un vicio superficial o epidérmico, como a veces
solemos suponer equivocadamente. Bajo las críticas y los cotilleos se camuflan
pecados como el rencor, la envidia o la vanidad. Pero no solo esto, sino que
también se esconden nuestros complejos, inseguridades y heridas. En realidad,
lo moral y lo psicológico suelen caminar por el mismo carril. O dicho de otro
modo, el demonio sabe dónde nos aprieta el zapato, y tiende a pisarnos en el
mismo lugar…
Todos sabemos que la crítica
esconde con frecuencia envidia y celos, y que estos encierran falta de
autoestima. Y si pudiésemos remontarnos al origen de esa falta de autoestima,
muy posiblemente nos encontraríamos con la carencia de amor… No cabe duda de
que los males morales, psicológicos y educacionales están implicados. Así, por
ejemplo, decía San Francisco de Sales: “Cuanto más nos gusta ser aplaudidos por
lo que decimos, tanto más propensos somos a criticar lo que dicen los demás”.
Dicho lo cual, no es de recibo
tomar excusa de las implicaciones psicológicas y educacionales, para eludir
nuestra lucha contra este vicio. Nuestra responsabilidad moral puede estar
condicionada, ciertamente, pero no hasta el punto de estar determinada. Somos
sujetos libres, aunque nuestra libertad esté herida; y por lo tanto, somos
responsables de las palabras que salen de nuestra boca. Sin olvidar que en no
pocas ocasiones las críticas y los cotilleos son puestos al servicio, con
notable malicia, de la ideología de quien los utiliza, con el objetivo de
denigrar a quienes no piensan como nosotros.
Me viene a la memoria una cita
evangélica que suele pasar inadvertida, en la que queda patente la indisimulada
incomodidad del Señor Jesús ante este vicio moral. Me refiero a Juan 21, 23. El
contexto de este episodio es el encuentro final entre Jesús y Pedro, en el que
este es perdonado por su triple negación, además de confirmado en su misión. A
punto de concluir el diálogo, cuando Jesús ha revelado a Pedro su futuro
martirio, este vuelve su mirada a Juan —el discípulo al que el Señor amaba
especialmente— y le pregunta a Jesús: “Señor, y este, ¿qué?”. A lo que el
Señor, en una respuesta sin precedentes, contesta: “Si quiero que se quede
hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. ¡¡Es impresionante escuchar a Jesús
decirle a Pedro: “¿a ti qué?” (expresión equivalente a nuestro popular “¿a ti
qué te importa?”)!! Y es que, mientras estamos pendientes indebidamente de los
demás, podemos permanecer ciegos ante nuestros problemas y responsabilidades.
¡Vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro! (cfr. Mt 7,
3).
Concluyo con un texto
evangélico tan clarificador como incómodo, de esos a los que solemos poner
sordina, por resultarnos demasiado exigente: “Porque de lo que rebosa el
corazón habla la boca (…) En verdad os digo que el hombre dará cuenta en el día
del juicio, de cualquier palabra inconsiderada que haya dicho. Porque por tus
palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenado” (cfr. Mt 12,
34-37). Será por eso, tal vez, que le escuché a un hermano obispo decir que se
podría elevar a los altares, sin necesidad de proceso de canonización, a aquel
de quien pudiera decirse: “nunca le escuchamos hablar mal de nadie”.
Ciertamente, ¡el ayuno que agrada al Señor es controlar nuestra lengua!
Mons. José Ignacio Munilla
Aguirre
Obispo de Orihuela-Alicante
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