“Señor, dame esa agua: así no tendré más sed” (Jn 4, 15).
“Danos agua para beber” (Ex 17, 2), decía a Moisés el pueblo torturado por la sed en el desierto privado de agua. Moisés, siguiendo órdenes de Dios, golpeó la peña, y de ella salió en abundancia. “Y la roca era Cristo”, afirma san Pablo (cfr. 1 Cor 10, 4); era prefiguración del Mesías, el cual será surtidor, no de agua material, sino espiritual, “agua viva”, ofrecida no a un solo pueblo, sino a todos los pueblos, para que todo hombre tenga con qué apagar su sed y “nunca más tenga sed” (Jn 4, 14).
En el Evangelio de Juan esta realidad viene ilustrada con toda precisión. La samaritana cree que Jesús se burla de ella cuando éste, sentado junto al manantial, le declara: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva” (ibid 10), y se pone a discutir. Pero el Señor afirma gravemente: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (ibid 14). Quien reciba esta agua poseerá en sí un principio permanente de vida eterna, la gracia santificante que Cristo comunica a cuantos creen en él.
Él es la fuente inagotable de esa gracia; basta acercarse a él, para sacar esa agua. Se saca, ante todo, por medio del bautismo, que es el signo sacramental que repite el simbolismo del agua. Pero para beber de esta agua viva y vivificante es necesario creer. En efecto, Jesús prolonga su discurso con la mujer hasta conducirla a la fe, hasta el punto de que ella, desconfiada al principio, vuelve entusiasmadamente a la ciudad para anunciar al Maestro. Bautismo y fe son dos dones íntimamente conexos: el que cree puede ser bautizado y el bautismo infunde la fe. El bautismo sumerge al hombre en el agua viva que brota del corazón desgarrado de Cristo, agua que purifica, quita la sed, vivifica y se convierte dentro del corazón del creyente “en un surtidor” que vuelve a subir con ímpetu hasta la vida eterna y a ella conduce.
Hablando de la fe y de la gracia que dan al hombre el derecho a esperar una comunión vital y eterna con Dios. San Pablo presenta las más seguras garantías que lo fundamentan: “la esperanza no quedará defraudada” (Rom 5, 5). La gracia, participación de la naturaleza divina, no se puede separar del amor de Dios, que es la esencia de su ser, de su vida. Este amor derramado con la gracia en el bautizado no es abstracto, sino concreto y compromete al creyente en el río de aquella caridad infinita que llevó a Cristo a morir por los pecadores. ¿Se puede dudar de semejante amor? “En verdad, apenas habrá quien muera por un justo –afirma el Apóstol-; sin embargo, por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (ibid 7-8).
El
misterio pascual, que la liturgia se prepara a celebrar, demuestra que Cristo
se convierte para todos los hombres en surtidor de agua viva que salta hasta la
vida eterna, precisamente a través de ese amor infinito que le induce a morir
por lo salvación de los hombres. Y para corresponder a tal amor, el cristiano
no puede hacer otra cosa mejor que dejarse invadir y transformar por la gracia
y por el amor hasta asemejarse a Cristo Crucificado.
“¡Oh Señor!, para ofrecernos el misterio de tu humildad, te sentaste cansado, junto al manantial y pediste de beber a la mujer de Samaría. Tú, que habías hecho nacer en ella el don de la fe, te dignaste tener sed de su fe; le pediste agua, y encendiste en ella el fuego del amor de Dios. Por eso, pedimos a tu inmensa clemencia que podamos abandonar las profundas tinieblas del vicio, dejar el agua de las pasiones nocivas, para sentir incesantemente sed de ti, que eres la fuente viva de la vida y el manantial de la bondad” (Prefacio Ambrosiano, de Oraciones de los primeros cristianos, 326).
“¡Oh piadoso y amoroso Señor de mi alma! También decís Vos: ‘Venid a mí todos lo que tenéis sed, que yo os daré a beber’. Pues, ¿cómo dejar de tener sed el que se está ardiendo en vivas llamas en las codicias de estas cosas miserables de la tierra? Hay grandísima necesidad de agua para que en ella no se acabe de consumir.
Ya sé yo, Señor mío, de vuestra bondad que se lo daréis; Vos mismo lo decís; no pueden faltar vuestras palabras. Pues si de acostumbrados a vivir en este fuego y de criados en él, ya no lo sienten ni atinan de desatinados a ver su gran necesidad, ¿qué remedio, Dios mío? Vos vinisteis al mundo para remediar tan grandes necesidades como éstas. Comenzad, Señor; en las cosas más dificultosas se ha de demostrar vuestra piedad” (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 9, 1).
Hablando a la Samaritana, dijisteis que quien bebiere del agua que Vos le dierais no tendría jamás sed. ¡Y con cuánta razón y verdad, como dicho de la boca de la misma Verdad, que no la tendrá de cosa de esta vida, aunque crece muy mayor de lo que acá podemos imaginar de las cosas de la otra por esta sed natural! ¡Con qué sed, Señor, deseo tener esta sed, cuyo gran valor me hacéis comprender! (Santa Teresa de Jesús, Camino, 19, 2).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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