Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estas semanas hemos podido profundizar en la figura de San José
dejándonos guiar por las pocas, pero importantes noticias que dan los
Evangelios, y también por los aspectos de su personalidad que la Iglesia a lo
largo de los siglos ha podido evidenciar a través de la oración y la devoción.
A partir precisamente de este “sentir común” que en la historia de la Iglesia
ha acompañado la figura de san José, hoy quisiera detenerme sobre un importante
artículo de fe que puede enriquecer nuestra vida cristiana y puede también
enfocar de la mejor forma nuestra relación con los santos y con nuestros seres
queridos difuntos: hablo de la comunión de los santos.
Muchas veces decimos, en el Credo, “creo en la comunión de los
santos”. Pero si se pregunta qué es la comunión de los santos, yo recuerdo que
de niño respondía enseguida: “Ah, los santos hacen la comunión”. Es una cosa
que… no entendemos qué decimos. ¿Qué es la comunión de los santos? No es que
los Santos hagan la comunión, no es esto: es otra cosa.
A veces también el cristianismo puede caer en formas de devoción
que parecen reflejar una mentalidad más pagana que cristiana. La diferencia
fundamental está en el hecho de que nuestra oración y nuestra devoción del
pueblo fiel no se basa, en esos casos, en la confianza en un ser humano, o en
una imagen o en un objeto, incluso cuando sabemos que son sagrados. Nos
recuerda el profeta Jeremías: «Maldito sea aquel que fía en hombre […]. Bendito
sea aquel que fía en Yahveh» (17,5-7). Incluso cuando nos encomendamos
plenamente a la intercesión de un santo, o más aún de la Virgen María, nuestra
confianza tiene valor solamente en relación con Cristo. Como si el camino hacia
este santo o la Virgen no terminara ahí: no. Va ahí, pero en relación con
Cristo. Cristo es el vínculo que nos une a Él y entre nosotros que tiene un
nombre específico: esta unión que nos une a todos, entre nosotros y nosotros
con Cristo, es la “comunión de los santos”. No son los santos los que realizan
los milagros, ¡no! “Este santo es muy milagroso…”: no, detente: los santos no
realizan milagros, sino solamente la gracia de Dios que actúa a través de
ellos. Los milagros han sido hechos por Dios, por la gracia de Dios que actúa a
través de una persona santa, una persona justa. Esto es necesario tenerlo
claro. Hay gente que dice: “Yo no creo en Dios, pero creo en este santo”. No,
está equivocado. El santo es un intercesor, uno que reza por nosotros y nosotros
le rezamos, y reza por nosotros y el Señor nos da la gracia: el Señor actúa a
través del Santo.
¿Qué es la “comunión de los santos”? El Catecismo de la Iglesia
Católica afirma: «La comunión de los santos es precisamente la Iglesia» (n.
946). ¡Pero mira qué bonita definición! “La comunión de los santos es
precisamente la Iglesia”. ¿Qué significa esto? ¿Qué la Iglesia está reservada a
los perfectos? No. Significa que es la comunidad de los pecadores salvados. La
Iglesia es la comunidad de los pecadores salvados. Es bonita esta definición.
Nadie puede excluirse de la Iglesia, todos somos pecadores salvados. Nuestra
santidad es el fruto del amor de Dios que se ha manifestado en Cristo, el cual
nos santifica amándonos en nuestra miseria y salvándonos de ella. Siempre
gracias a Él nosotros formamos un solo cuerpo, dice san Pablo, en el que Jesús
es la cabeza y nosotros los miembros (cf. 1 Cor 12,12). Esta imagen del cuerpo
de Cristo y la imagen del cuerpo nos hace entender enseguida qué significa
estar unidos los unos a los otros en comunión: «Si sufre un miembro —escribe
San Pablo— todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los
demás toman parte de su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y
sus miembros cada uno por su parte» (1 Cor 12,26-27). Esto dice Pablo: todos
somos un cuerpo, todos unidos por la fe, por el bautismo, todos en comunión:
unidos en comunión con Jesucristo. Y esta es la comunión de los santos.
Queridos hermanos y queridas hermanas, la alegría y el dolor que
tocan mi vida concierne a todos, así como la alegría y el dolor que tocan la
vida del hermano y de la hermana junto a nosotros me concierne a mí. Yo no
puedo ser indiferente a los otros, porque todos somos parte de un cuerpo, en
comunión. En este sentido, también el pecado de una única persona concierne
siempre a todos, y el amor de cada persona concierne a todos. En virtud de la
comunión de los santos, de esta unión, cada miembro de la Iglesia está unido a
mí de forma profunda —pero no digo a mí porque soy el Papa— estamos unidos
recíprocamente y de forma profunda, y esta unión es tan fuerte que no puede
romperse ni siquiera por la muerte. De hecho, la comunión de los santos no
concierne solo a los hermanos y las hermanas que están junto a mí en este momento
histórico, sino que concierne también a los que han concluido su peregrinación
terrena y han cruzado el umbral de la muerte. También ellos están en comunión
con nosotros. Pensemos, queridos hermanos y hermanas: en Cristo nadie puede
nunca separarnos verdaderamente de aquellos que amamos porque la unión es una
unión existencial, una unión fuerte que está en nuestra misma naturaleza;
cambia solo la forma de estar junto a cada uno de ellos, pero nada ni nadie
puede romper esta unión. “Padre, pensemos en aquellos que han renegado de la
fe, que son apóstatas, que son los perseguidores de la Iglesia, que han
renegado su bautismo: ¿también estos están en casa?”. Sí, también estos,
también los blasfemos, todos. Somos hermanos: esta es la comunión de los santos.
La comunión de los santos mantiene unida la comunidad de los creyentes en la
tierra y en el Cielo.
En este sentido, la relación de amistad que puedo construir con un
hermano o una hermana junto a mí, puedo establecerla también con un hermano o
una hermana que están en el Cielo. Los santos son amigos con los que muy a
menudo tejemos relaciones de amistad. Lo que nosotros llamamos devoción —yo soy
muy devoto a este santo, a esta santa— es en realidad una forma de expresar el
amor a partir precisamente de este vínculo que nos une. También en la vida de
todos los días se puede decir: “Pero, esta persona tiene mucha devoción por sus
ancianos padres”: no, es una forma de amor, una expresión de amor. Y todos
nosotros sabemos que a un amigo podemos dirigirnos siempre, sobre todo cuando
estamos en dificultad y necesitamos ayuda. Y nosotros tenemos amigos en el
cielo. Todos necesitamos amigos; todos necesitamos relaciones significativas
que nos ayuden a afrontar la vida. También Jesús tenía a sus amigos, y a ellos se
ha dirigido en los momentos más decisivos de su experiencia humana. En la
historia de la Iglesia hay constantes que acompañan a la comunidad creyente:
ante todo el gran afecto y el vínculo fortísimo que la Iglesia siempre ha
sentido en relación con María, Madre de Dios y Madre nuestra. Pero también el
especial honor y afecto que ha rendido a san José. En el fondo, Dios le confía
a él lo más valioso que tiene: su Hijo Jesús y la Virgen María. Es siempre
gracias a la comunión de los santos que sentimos cerca de nosotros a los santos
y a las santas que son nuestros patronos, por el nombre que tenemos, por
ejemplo, por la Iglesia a la que pertenecemos, por el lugar donde vivimos,
etc., también por una devoción personal. Y esta es la confianza que debe animarnos
siempre al dirigirnos a ellos en los momentos decisivos de nuestra vida. No es
algo mágico, no es una superstición, la devoción a los santos; es simplemente
hablar con un hermano, una hermana que está delante de Dios, que ha recorrido
una vida justa, una vida santa, una vida ejemplar, y ahora está delante de
Dios. Y yo hablo con este hermano, con esta hermana y pido su intercesión por
mis necesidades.
Precisamente por esto me gusta concluir esta catequesis con una
oración a san José a la que estoy particularmente unido y que recito cada día
desde hace más de 40 años. Es una oración que encontré en un libro de oraciones
de las Hermanas de Jesús y María, del 1700, finales del siglo XVIII. Es muy
bonita, pero más que una oración es un desafío a este amigo, a este padre, a
este custodio nuestro que es san José. Sería bonito que vosotros aprendierais
esta oración y pudierais repetirla. La leeré: “Glorioso patriarca san José,
cuyo poder sabe hacer posibles las cosas imposibles, ven en mi ayuda en estos
momentos de angustia y dificultad. Toma bajo tu protección las situaciones tan
graves y difíciles que te confío, para que tengan una buena solución. Mi amado
Padre, toda mi confianza está puesta en ti. Que no se diga que te haya invocado
en vano y, como puedes hacer todo con Jesús y María, muéstrame que tu bondad es
tan grande como tu poder”. Y termina con un desafío, esto es desafiar a San
José: “porque tú puedes hacer todo con Jesús y María, muéstrame que tu
bondad es tan grande como tu poder”. Yo me encomiendo todos los días a san
José, con esta oración, desde hace más de 40 años: es una vieja oración.
Adelante, ánimo, en esta comunión de todos los santos que tenemos
en el cielo y en la tierra: el Señor no nos abandona.
PAPA FRANCISCO
Audiencia
General, Aula
Pablo VI,
Miércoles, 2 de febrero de 2022.
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