Un joven sacerdote italiano
apareció, la pasada semana, muerto en su casa. Se había suicidado.
La noticia ha provocado infinidad de ecos.
Quizás impresiona
especialmente al imaginar que la fe -que damos por supuesto y asentada en la
vida de alguien que se consagra de este modo- no fue suficiente. Que no
encontró en el evangelio la fortaleza necesaria para seguir, que la noche
oscura que sin duda atravesó (fueran los motivos los que fueran) no se disipó
con la luz del espíritu. Impresiona. Pero es real. Y es así.
Ni siquiera la fe nos protege
de la vida, de la tormenta y de la fragilidad del ser humano. El sacerdote no
es alguien que, por tenerlo todo mucho más claro se haya convertido en un
cristiano invulnerable. De hecho no lo tiene todo mucho más claro. Participa de
las zozobras, de los quebrantos, de los temores y las inseguridades; del mismo
modo que participa de las alegrías, las fiestas, la valentía y la convicción
del ser humano ante las incertidumbres de la vida.
Ama a Jesús hasta el punto de
consagrar su vida, pero eso no quiere decir que en ocasiones no se vea sacudido
por las olas, con miedo a naufragar, y tenga que gritar, como aquellos primeros
pescadores: “Sálvanos que perecemos”. Su
fe no es un seguro a prueba de tristezas y soledades. Su oración en ocasiones
será pozo en que saciar la sed, y en otras ocasiones resultará árida y
silenciosa. Hay días en que cargará con
el peso de muchas heridas propias y ajenas, y días en que se sentirá incapaz de
hacerlo.
Hay días en que la Eucaristía
le vendrá grande y se verá desbordado por lo que conmemora. Quizás haya en su
propia historia equivocaciones, fracasos y pobrezas que no lo hacen menos digno
del evangelio, sino en realidad uno de sus personajes más reales. Es buen
pastor, sí, pero también hijo pródigo. Es buen samaritano, pero también herido
al borde del camino. Es discípulo, enviado a sanar corazones afligidos, a la
vez que llora a los pies del maestro por todo lo que en su propia vida ha sido
mediocridad e incoherencia.
Como sacerdotes tenemos que
ser capaces de contar también esto. Que el seguimiento de Jesús no es la virtud
especial de héroes más fuertes, más creyentes, más sólidos. Que hay días en que
nos muerde la soledad, sentimos la sobrecarga, puede la impotencia al no saber
responder a lo que otros necesitan, y parece que la motivación escasea. Que en
ocasiones nos hartamos de nosotros mismos. Y de luchar siempre batallas que
parecen no tener final.
Sin dramatizar tampoco. Es la
vida de tanta gente, con sus sombras y aristas. Pero si no somos capaces de
compartir también esto, al final el camino puede hacerse demasiado cuesta
arriba. Y entonces hay quien abandona. O quien se convierte en funcionario.
Quien se instala en la amargura. O, desgraciadamente, quien no puede más y se
rinde de la vida.
por José María Rodríguez Olaizola, sj
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