Publicamos la introducción del Pontífice al libro del padre Tommaso Giannuzzi titulado “Profetas de esperanza. Don Tonino Bello y Papa Francisco”.
En el texto, publicado por Àncora Editrice,
el sacerdote salentino toma como referencia las palabras del Papa argentino y
del obispo de Molfetta para intentar dar un rostro a la virtud de la esperanza,
fuente que brota en el corazón de la humanidad.
Entre las muchas preguntas que
el hombre se ha planteado a lo largo de la historia, una más que todas ha
encontrado siempre una respuesta incierta, pero que puede permitir afrontar el
evento del cual nace la pregunta primordial, es decir, la vida más allá de la
muerte; ¿Qué será del hombre después de la muerte? ¿Qué será de mí? Todos somos
conscientes de que nadie escapa al misterio de la muerte y que las múltiples
interrogantes que surgen de este evento no pueden dejar de involucrar esa
virtud que, más que ninguna otra, permite a cada hombre y mujer mirar más allá
del límite humano: ¡la esperanza! Porque esperar es vida, es vivir, es dar
sentido al camino, es encontrar las razones por las cuales seguir adelante
motivando el sentido de nuestra existencia, de nuestro presente, de nuestro ser
aquí, ahora. El Catecismo de la Iglesia Católica describe cómo la virtud
teologal de la esperanza encuentra fundamento en la palabra de Jesús, afirmando
que:
La esperanza es la virtud
teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como
felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y
apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu
Santo (1). Además, corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el
corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de
los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del
desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera
de la bienaventuranza eterna (2).
La esperanza dona a la vida
del hombre una ventana hacia lo Eterno. Somos bien conscientes, sin embargo, de
que la respuesta a la pregunta sobre la meta del viaje cristiano puede
encontrar una respuesta negativa, debido a las muchas influencias equivocadas
que llegan del mundo; además, ante el miedo de pensar que no hay un después al
final del viaje, es posible que la humanidad caiga en la desesperación. Si
falta la virtud de la esperanza, también se derrumban las otras virtudes que se
apoyan en ella. Hoy en día, a menudo se ironiza sobre este pilar de la vida de
fe y se equivoca tanto que el dicho popular “quien de esperanza vive,
desesperado muere” domina el tema. Se corre el riesgo, cada vez más acechante,
de pensar que la esperanza es:
Una especie de trastero de los
deseos no cumplidos [...]. Hay que hacer entender, en cambio, que la esperanza
es pariente cercana del realismo. Es la tensión de quien, encaminándose en una
calle, ya ha recorrido un tramo y orienta sus pasos, con amor y trepidación,
hacia la meta aún no alcanzada. Es un compromiso robusto, en resumen, que no
tiene nada que ver con la fuga (3).
Es necesario tener presente,
sin embargo, que la esperanza no es un don que se tiene por el solo mérito
humano, sino que es una gracia que nace del deseo innato de ser felices. A
través de Cristo muerto y resucitado, tal gracia, por la fuerza del Espíritu
Santo, se inserta en el corazón de cada hombre y mujer: “este deseo es de
origen divino”; Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo
hacia Él, el único que lo puede satisfacer (4). Escribo en la Bula de
convocación para el Jubileo de 2025:
Todos esperan. En el corazón
de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun
ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del
futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al
temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con
frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y
pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad (5).
Tomando como punto de partida
el pensamiento de don Tonino Bello y mis palabras y catequesis sobre la virtud
de la esperanza, don Tommaso Giannuzzi ha intentado releer algunos aspectos de
ella, que, a través de nuestras palabras, se convierten para el lector en una
invitación a dejarse sorprender por esta fuerza que encuentra en el Resucitado
su inicio y su culminación. A través del análisis de algunos escritos de
monseñor Bello y principalmente a través de las catequesis sobre este tema que
he dado en las audiencias de los miércoles del año 2017, el autor del texto
intentará dar un rostro a esta fuente que brota en el corazón de la humanidad.
Esta invitación se convierte, entonces, en un compromiso para hacer crecer en
nosotros esta «niña», como también monseñor Bello solía definir esta gran
virtud, apropiándose de las palabras y el pensamiento del gran poeta y escritor
Charles Péguy:
Cuál no será preciso que sea
mi gracia y la fuerza de mi gracia para que esta pequeña esperanza, vacilante
ante el soplo del pecado, temblorosa ante los vientos, agonizante al menor
soplo, siga estando viva, se mantenga tan fiel, tan en pie, tan invencible y
pura e inmortal e imposible de apagar [...].
Lo que me asombra, dice Dios, es la esperanza, y no salgo de mi asombro.
Esta pequeña esperanza que parece una cosita de nada, esta pequeña niña
esperanza, inmortal. (6).
Papa Francisco
Notas
(1) Catecismo de la Iglesia
Católica, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1992, n. 1817 (de
ahora en adelante: CCC).
(2) Ib, n. 1818
(3) A. Bello, Squilli di
trombe e rintocchi di campane, en Escritos 3, Ed. La Nuova Mezzina, Molfetta
(BA) 2014, p. 231. Las obras de mons. Bello están recogidas en los seis
volúmenes editados por la editorial La Nuova Mezzina. Citaremos las obras a lo
largo del texto haciendo referencia al volumen en que están contenidas con el
encabezado Escritos 1, 2 etc. [Nota del autor].
(5) Francisco, Spes non
confundit, Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, 9 de mayo de
2024, n. 1.
(6) C. Péguy, Los Misterios,
Jaka Book, Milán 1997, pp. 164-165.
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