En la
visión cristiana de Benedicto XVI, la ampliación de la razón llega a abarcar la
lógica del amor, que se expresa en la lógica de la gratuidad y se traduce en
fraternidad, solidaridad y reconciliación.
(Federico Lombardi para Vatican
News) Un año después de la partida de Benedicto XVI, el tema
sobre el que es justo y natural razonar es su legado. ¿Se trata de una figura
que debe confiarse principalmente a los maestros de la lectura del pasado, o de
una figura que sigue interpelándonos a todos, hoy, precisamente en este tiempo
dramático que vivimos?
Que es un maestro de la fe
está fuera de toda duda. No nos cansaremos nunca de releer su Introducción al
cristianismo y su Trilogía sobre Jesús de Nazaret; los teólogos podrán escarbar
durante mucho tiempo en su Opera Omnia, de la que seguirán extrayendo
sugerencias y orientaciones para su reflexión e investigación.
Que es también un testigo
eminente de la vida en la fe -y de la fe cristiana en la vida eterna- lo tienen
también muy claro quienes le han escuchado en sus homilías y en su magisterio
espiritual, así como quienes han podido conocerle de cerca, siguiendo su largo
camino interior hacia el encuentro con Dios.
Sin embargo, lo que quisiera
observar ahora es que J. Ratzinger sigue siendo un valioso compañero también
para quienes viven con participación y pasión la historia y la vida humana en
esta tierra, con todos los dramáticos interrogantes que conlleva hoy.
No podemos ocultar que el
curso de nuestro mundo en muchos aspectos parece -y está- "fuera de
control". La crisis ecológica, la continua manifestación de riesgos y
desarrollos dramáticos en el uso de la tecnología, la comunicación, las
aplicaciones de la llamada inteligencia artificial y, en fin, las
reivindicaciones de derechos contradictorios y la convulsión de la convivencia
internacional, con la proliferación cada vez más amenazadora de las guerras...
Como muy bien ha puesto de relieve el Prof. Francesc Torralba al recibir el
Premio Ratzinger el pasado 30 de noviembre, Benedicto XVI ha abordado en
profundidad las razones de la crisis de nuestra época, y ha propuesto a la
cultura contemporánea, no rechazar la razón moderna, sino ampliar sus
horizontes, devolviendo espacio a la razón ética y a la racionalidad de la fe.
La perspectiva de J.
Ratzinger, ante los fracasos de la razón humana, no fue, pues, negarla o
limitarla, sino ampliarla, invitarla a buscar con valentía no sólo cómo
funciona el mundo, sino también por qué existe y cuál es el lugar del hombre en
el cosmos y el sentido de su aventura.
No se puede negar que esta
perspectiva, que es en cierto sentido una propuesta de diálogo con la cultura
contemporánea, ha sido a menudo recibida con frialdad o a veces rechazada. El
matemático Odifreddi, que se profesa ateo y a menudo adopta posiciones provocadoras,
pero que de hecho intentó dialogar con Ratzinger, recibiendo de él una atención
extraordinaria y respetuosa en los años posteriores a su dimisión, calificó el
pontificado de Benedicto XVI de "trágico" precisamente por este
aspecto: su propuesta cultural y su apertura, por un lado, y la falta de
respuesta de los "hombres de cultura", por otro. Personalmente, no estoy de acuerdo, porque
creo que Benedicto XVI no fue tan ingenuo como para esperar una rápida
respuesta favorable. Por el contrario, considero que la propuesta de Benedicto
XVI es clarividente, conserva toda su validez y representa también para el
futuro una vía de diálogo entre la ciencia y la fe, y más en general entre la
cultura moderna y la fe, sobre la base de una profunda confianza en la razón
humana. Mejor aún, que sea una vía elevada para el compromiso cristiano en el
mundo contemporáneo, que no puede sustraerse a la fatiga de la reflexión sobre
las causas de los problemas y a la búsqueda de un consenso basado en la verdad,
y no en la precaria convergencia contingente de intereses y utilidades.
En la visión cristiana de
Benedicto XVI, la ampliación de la razón llega a abarcar la lógica del amor,
que se expresa en la lógica de la gratuidad y se traduce en fraternidad,
solidaridad y reconciliación. La verdad y el amor se manifiestan plenamente en
la encarnación del Logos, el Verbo de Dios.
Deus caritas est, Caritas in
veritate, Laudato si', Fratelli tutti... Las principales palabras de los dos
últimos pontificados se suceden con continuidad y coherencia. El compromiso de
la Iglesia y de los cristianos y su responsabilidad en el destino de la
historia humana en el mundo requieren tanto la razón como el amor, unidos en la
luz que ofrece la fe. Los gestos concretos de caridad, a los que Francisco nos
llama continuamente, piden ser insertados en el marco luminoso y coherente de
la visión de la Iglesia como comunión, en camino en nuestro tiempo hacia el
encuentro con Dios.
Hablando del Concilio Vaticano
II en una carta -importante y para mí sorprendente- escrita tres meses antes de
su muerte con ocasión de un Simposio organizado por la Fundación Ratzinger con
la Universidad Franciscana de Steubenville, J. Ratzinger afirmaba con decisión
que el Concilio había resultado "no sólo sensato, sino necesario" y
proseguía: "Por primera vez ha surgido en su radicalidad la cuestión de
una teología de las religiones. También el problema de la relación de la fe con
el mundo de la razón pura. Ambas cuestiones no habían sido previstas". Así
pues, al principio parecía que el Concilio amenazaba a la Iglesia, pero
"entretanto se fue haciendo patente la necesidad de reformular la cuestión
de la naturaleza y la misión de la Iglesia. De este modo va surgiendo
lentamente la fuerza positiva del Concilio... En el Vaticano II la cuestión de
la Iglesia en el mundo se ha convertido finalmente en la cuestión
central".
El último Papa que participó
en todo el Concilio y lo vivió desde dentro nos deja así un testimonio de su
perenne actualidad, y nos anima a seguir desarrollando sin miedo sus gérmenes y
consecuencias, reformulando la misión misma de la Iglesia en el mundo,
comprometiendo a la razón y a la fe a trabajar juntas por el bien y la
salvación de la humanidad y del mundo. La mirada se vuelve hacia el futuro con
esperanza. El servicio de Benedicto XVI continúa en el movimiento más profundo
de la Iglesia del Señor, guiada por Francisco y sus sucesores.
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