Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos nuestro camino de reflexión sobre san José. Después de
haber ilustrado el ambiente en el que vivió, su papel en la historia de la
salvación y su ser justo y esposo de María, hoy quisiera considerar otro
aspecto importante de su figura: el silencio. Muchas veces hoy es necesario el
silencio. El silencio es importante, a mí me conmueve un versículo del Libro de
la Sabiduría que fue leído pensando en la Navidad y dice: “Cuando la noche
estaba en el silencio más profundo, ahí tu palabra bajó a la tierra”. En el
momento de más silencio Dios se manifestó. Es importante pensar en el silencio
en esta época en la que parece no tenga tanto valor.
Los Evangelios no relatan ninguna palabra de José de Nazaret,
nada, no habló nunca. Eso no significa que fuera taciturno, no, hay un motivo
más profundo. Con su silencio, José confirma lo que escribe san Agustín:
«Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen». [1] En la
medida en que Jesús ―la vida espiritual― crece, las palabras disminuyen. Esto
que podemos definir como el “papagayismo”, hablar como papagayos,
continuamente, disminuye un poco. El mismo Juan Bautista, que es «voz que clama
en el desierto: preparad del camino del Señor”» ( Mt 3,1), dice sobre el Verbo:
«Es preciso que él crezca y que yo disminuya» ( Jn 3,30). Esto quiere decir que
Él debe hablar y yo estar callado y José con su silencio nos invita a dejar
espacio a la Presencia de la Palabra hecha carne, a Jesús.
El silencio de José no es mutismo; es un silencio lleno de
escucha, un silencio trabajador, un silencio que hace emerger su gran
interioridad. «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo ― comenta san Juan
de la Cruz― y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser
oída del alma». [2]
Jesús creció en esta “escuela”, en la casa de Nazaret, con el
ejemplo cotidiano de María y José. Y no sorprende el hecho de que Él mismo
busque espacios de silencio en sus jornadas (cf. Mt 14,23) e invite a sus
discípulos a hacer tal experiencia, por ejemplo: «Venid también vosotros
aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco» (Mc 6,31).
Qué bonito sería si cada uno de nosotros, siguiendo el ejemplo de
san José, lograra recuperar esta dimensión contemplativa de la vida abierta de
par en par precisamente por el silencio. Pero todos sabemos por experiencia que
no es fácil: el silencio nos asusta un poco, porque nos pide entrar dentro de
nosotros mismos y encontrar la parte más verdadera de nosotros. Y mucha gente
tiene miedo del silencio, debe hablar, hablar, hablar o escuchar, radio,
televisión…, pero el silencio no puede aceptarlo porque tiene miedo. El
filósofo Pascal observaba que «toda la desgracia de los hombres viene de una
sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación». [3]
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de san José a cultivar
espacios de silencio, en los que pueda emerger otra Palabra, es decir, Jesús,
la Palabra: la del Espíritu Santo que habita en nosotros y que lleva a Jesús.
No es fácil reconocer esta Voz, confusa a menudo con los miles de voces de
preocupaciones, tentaciones, deseos, esperanzas que albergamos; pero sin este
entrenamiento que viene precisamente de la práctica del silencio, puede
enfermarse también nuestra habla. Sin la práctica del silencio se enferma
nuestra habla. Esta, en lugar de hacer que brille la verdad, se puede convertir
en un arma peligrosa. De hecho, nuestras palabras se pueden convertir en
adulación, vanagloria, mentira, maledicencia, calumnia. Es un dato de
experiencia que, como nos recuerda el Libro del Eclesiástico, «muchos han caído
a filo de espada, mas no tantos como los caídos por la lengua» (28,18). Jesús
lo dijo claramente: quien habla mal del hermano y de la hermana, quien calumnia
al prójimo, es homicida (cf. Mt 5,21-22). Mata con la lengua. Nosotros no
creemos en esto pero es la verdad. Pensemos un poco en las veces que hemos
matado con la lengua ¡nos avergonzaremos! Pero nos hará muy bien, muy bien.
La sabiduría bíblica afirma que «muerte y vida estarán en poder de
la lengua, el que la ama comerá su fruto» (Pr 18,21). Y el apóstol Santiago, en
su Carta, desarrolla este antiguo tema del poder, positivo y negativo, de la
palabra con ejemplos deslumbrantes y dice así: «Si alguno no cae hablando, es
un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo. […] también la
lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. […] Con ella
bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a
imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la maldición»
(3,2-10).
Este es el motivo por el cual debemos aprender de José a cultivar
el silencio: ese espacio de interioridad en nuestras jornadas en el que damos
la posibilidad al Espíritu de regenerarnos, de consolarnos, de corregirnos. No
digo caer en un mutismo, no, sino cultivar el silencio. Cada uno mire dentro de
sí: muchas veces estamos haciendo un trabajo y cuando terminamos enseguida buscamos
el móvil para hacer otra cosa, siempre estamos así. Y esto no ayuda, esto nos
hace caer en la superficialidad. La profundidad del corazón crece con el
silencio, silencio que no es mutismo, como he dicho, sino que deja espacio a la
sabiduría, a la reflexión y al Espíritu Santo. A veces tenemos miedo de los
momentos de silencio, ¡pero no debemos tener miedo! Nos hará mucho bien el
silencio. Y el beneficio del corazón que tendremos sanará también nuestra
lengua, nuestras palabras y sobre todo nuestras decisiones. De hecho, José ha
unido la acción al silencio. Él no ha hablado, pero ha hecho, y nos ha mostrado
así lo que un día Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: “Señor,
Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi
Padre celestial» (Mt 7,21). Palabras fecundas cuando hablemos, nos recordamos
de aquella canción “Palabras, palabras, palabras…” y nada de sustancial.
Silencio, hablar justo, alguna vez morderse la lengua, que hace bien, en vez de
decir tonterías.
Concluimos con una oración:
San José, hombre de silencio,
tú que en el Evangelio no has pronunciado ninguna palabra,
enséñanos a ayunar de las palabras vanas,
a redescubrir el valor de las palabras que edifican, animan, consuelan, sostienen.
Hazte cercano a aquellos que sufren a causa de las palabras que hieren,
como las calumnias y las maledicencias,
y ayúdanos a unir siempre los hechos a las palabras. Amén.
PAPA FRANCISCO
Audiencia
General, Aula
Pablo VI,
Miércoles, 15 de diciembre de 2021.
Notas:
[1] Sermón 288, 5: PL 38, 1307.
[2] Dichos de luz y amor, BAC, Madrid, 417, n.
99.
[3] Pensamientos, 139.
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