Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera profundizar en la figura de San José como padre en la
ternura.
En
la Carta Apostólica Patris corde (8 de diciembre de 2020)
pude reflexionar sobre este aspecto de la ternura, un aspecto de la
personalidad de san José. De hecho, incluso si los Evangelios no nos dan
particularidades sobre cómo ejerció su paternidad, podemos estar seguros de que
su ser hombre “justo” se tradujo también en la educación dada a Jesús. «José
vio a Jesús progresar día tras día “en sabiduría, en estatura y en gracia ante
Dios y los hombres” (Lc 2,52): así dice el Evangelio. Como hizo el
Señor con Israel, así él “le enseñó a caminar, y lo tomaba en sus brazos: era
para él como el padre que alza a un niño hasta sus mejillas, y se inclina hacia
él para darle de comer” (cf. Os 11,3-4)» (Patris corde, 2). Es bonita esta
definición de la Biblia que hace ver la relación de Dios con el pueblo de
Israel. Y la misma relación pensamos que haya sido la de san José con Jesús.
Los
Evangelios atestiguan que Jesús usó siempre la palabra “padre” para hablar de
Dios y de su amor. Muchas parábolas tienen como protagonista la figura de un
padre [1].
Entre las más famosas está seguramente la del Padre misericordioso, contada por
el evangelista Lucas (cf. Lc 15,11-32). Precisamente en esta
parábola se subraya, además de la experiencia del pecado y del perdón, también
la forma en la que el perdón alcanza a la persona que se ha equivocado. El
texto dice así: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido,
corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (v. 20). El hijo se
esperaba un castigo, una justicia que al máximo le habría podido dar el lugar
de uno de los siervos, pero se encuentra envuelto por el abrazo del padre. La
ternura es algo más grande que la lógica del mundo. Es una forma inesperada de
hacer justicia. Por eso no debemos olvidar nunca que Dios no se asusta de
nuestros pecados: metámonos bien esto en la cabeza. Dios no se asusta de
nuestros pecados, es más grande que nuestros pecados: es padre, es amor, es
tierno. No se asusta de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestras
caídas, sino que se asusta por el cierre de nuestro corazón —esto sí, le hace
sufrir—, se asusta de nuestra falta de fe en su amor. Hay una gran ternura en
la experiencia del amor de Dios. Y es bonito pensar que el primero que
transmite a Jesús esta realidad haya sido precisamente José. De hecho, las
cosas de Dios nos alcanzan siempre a través de la mediación de experiencias
humanas. Hace tiempo —no sé si ya lo he contado—un grupo de jóvenes que hacen
teatro, un grupo de jóvenes pop, “innovadores”, quedaron impresionados por esta
parábola del padre misericordioso y decidieron hacer una obra de teatro pop con
este argumento, con esta historia. Y lo hicieron bien. Y todo el argumento es,
al final, que un amigo escucha al hijo que se había alejado del padre, que
quería volver a casa, pero tenía miedo de que el padre lo echase y lo
castigase. Y el amigo le dice, en esa obra pop: “Manda un mensajero y di que tú
quieres volver a casa, y si el padre te va a recibir que ponga un pañuelo en la
ventana, la que tú veas apenas tomes el camino final”. Así lo hizo. Y la obra,
con cantos y bailes, sigue hasta el momento en el que el hijo entra en la calle
final y se ve la casa. Y cuando alza los ojos, ve la casa llena de pañuelos
blancos: llena. No uno, sino tres-cuatro en cada ventana. Así es la
misericordia de Dios. No se asusta de nuestro pasado, de nuestras cosas malas:
se asusta solamente del cierre. Todos nosotros tenemos cuentas que resolver;
pero hacer las cuentas con Dios es algo muy bonito, porque nosotros empezamos a
hablar y Él nos abraza. ¡La ternura!
Entonces
podemos preguntarnos si nosotros mismos hemos experimentado esta ternura, y si
nos hemos convertido en testigos de ella. De hecho, la ternura no es en primer
lugar una cuestión emotiva o sentimental: es la experiencia de sentirse amados
y acogidos precisamente en nuestra pobreza y en nuestra miseria, y por tanto
transformados por el amor de Dios.
Dios
no confía solo en nuestros talentos, sino también en nuestra debilidad
redimida. Esto, por ejemplo, lleva a san Pablo a decir que también hay un
proyecto sobre su fragilidad. Así, de hecho, escribe a la comunidad de Corinto:
«Para que no me engreía con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un
aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea […]. Por este
motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero él me dijo: “Mi
gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”» (2 Cor 12,7-9).
El Señor no nos quita todas las debilidades, sino que nos ayuda a caminar con
las debilidades, tomándonos de la mano. Toma de la mano nuestras debilidades y
se pone cerca de nosotros. Y esto es la ternura. La experiencia de la ternura
consiste en ver el poder de Dios pasar precisamente a través de lo que nos hace
más frágiles; siempre y cuando nos convirtamos de la mirada del Maligno que
«nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo», mientras que el
Espíritu Santo «la saca a la luz con ternura» (Patris corde, 2). «La ternura es el mejor
modo para tocar lo que es frágil en nosotros» (ibíd.). Mirad cómo las enfermeras, los
enfermeros tocan las heridas de los enfermos: con ternura, para no herirles
más. Y así el Señor toca nuestras heridas, con la misma ternura. «Por esta
razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en
el sacramento de la Reconciliación», en la oración personal con Dios, «teniendo
una experiencia de verdad y ternura. Paradójicamente, incluso el Maligno puede
decirnos la verdad —él es mentiroso, pero se las arregla para decirnos la
verdad con el fin de llevarnos a la mentira— pero, si lo hace, es para
condenarnos». En cambio, el Señor nos dice la verdad y nos tiende la mano para
salvarnos. «Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos
condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona» (cf. ibíd.). Dios perdona siempre: esto
metéoslo en la cabeza y en el corazón. Dios perdona siempre. Somos nosotros que
nos cansamos de pedir perdón. Pero Él perdona siempre, también las cosas más
malas.
Nos
hace bien entonces mirarnos en la paternidad de José que es un espejo de la
paternidad de Dios, y preguntarnos si permitimos al Señor que nos ame con su
ternura, transformando a cada uno de nosotros en hombres y mujeres capaces de
amar así. Sin esta “revolución de la ternura” —hace falta, ¡una revolución de
la ternura!— corremos el riesgo de permanecer presos en una justicia que no
permite levantarnos fácilmente y que confunde la redención con el castigo. Por
esto, hoy quiero recordar de forma particular a nuestros hermanos y a nuestras
hermanas que están en la cárcel. Es justo que quien se ha equivocado pague por
su error, pero es igualmente justo que quien se ha equivocado pueda redimirse
del propio error. No puede haber condenas sin ventanas de esperanza. Cualquier
condena siempre tiene una ventana de esperanza. Pensemos en nuestros hermanos y
nuestras hermanas encarcelados, y pensemos en la ternura de Dios por ellos y
recemos por ellos, para que encuentren en esa ventana de esperanza una salida
hacia una vida mejor.
Y
concluimos con esta oración:
PAPA FRANCISCO
Audiencia
General, Aula
Pablo VI,
Miércoles, 19 de enero de 2022.
[1] Cf. Mt 15,13; 21,28-30; 22,2; Lc 15,11-32; Jn 5,19-23; 6,32-40; 14,2;15,1.8.
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