“Señor, tú estás cerca de los atribulados, salvas a los abatidos” (Salmo 33,19).
“Los gritos del pobre atraviesan las nubes” (Eclo 35, 17) y obtienen gracias; he aquí el centro de esta liturgia dominical. El hombre debe hacer obras buenas y ofrecer a Dios sacrificios; pero que no piense “comprarse” a Dios con estos medios. Dios no es como los hombres, que se dejan corromper con dádivas y favores, pues mira únicamente al corazón del que recurre a él. Si alguna preferencia tiene es siempre para los que la Biblia llama “los pobres de Yahvé”, que se vuelven a él con ánimo humilde, contrito, confiado y convencidos de no tener derecho a sus favores.
La primera lectura (Eclo 35, 12-14.16-18) es precisamente un elogio de la justicia de Dios, que no se fija en el rostro de nadie, ni es parcial con ninguno (ib 12-13), sino que escucha la oración del pobre, del indefenso, del huérfano y de la viuda. Y es un elogio de la oración del humilde, conocedor de su indigencia y de su necesidad de auxilio y de salvación. Esta es la oración que “atraviesa las nubes” y obtiene gracia y justicia.
Este trozo del Antiguo Testamento es una introducción óptima a la parábola evangélica del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14), en la que Jesús confronta la oración del soberbio y la del humilde. Un fariseo y un publicano suben al templo con idéntica intención: orar, pero su comportamiento es diametralmente opuesto. Para el primero la oración es un simple pretexto para jactarse de su justicia a expensas del prójimo. “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros… Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” (ib 11-12). ¿Quién, pues, más justo que él, que no tiene pecado y cumple todas las obras de la ley? Se siente, por ello, digno de la gracia de Dios y la exige como recompensa a sus servicios. Como buen fariseo está satisfecho y complacido de una justicia exterior y legal, mientras su corazón está lleno de soberbia y de desprecio al prójimo.
Al contrario, el publicano se confiesa pecador, y con razón, porque su conducta no es conforme a la ley de Dios. Sin embargo está arrepentido, reconoce su miseria moral y se da cuenta de que no es digno del divino favor: “no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” (ib 13).
La conclusión es desconcertante: “Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no” (ib 14). Jesús no quiere decir que Dios prefiera libertinos o estafadores al hombre honesto cumplidor de la ley; sino que prefiere la humildad del pecador arrepentido a la soberbia del justo presuntuoso. “Porque todo el que se enaltece -en la confianza y seguridad de sí- será humillado, y el que se humilla -en la consideración de la propia miseria- será enaltecido” (ib). En realidad, por su soberbia y falta de amor, el fariseo tenía, no menos que el publicano, suficientes motivos para humillarse.
También
la segunda lectura (2 Tim 4,6-8. 16-18) nos ofrece un pensamiento que ilumina
esta enseñanza. Al ocaso de su vida, san Pablo hace una especie de balance: “He
combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe” (ib
7). Reconoce, pues, el bien realizado, pero con un espíritu muy diferente del
fariseo. El lugar de anteponerse a los otros, declara que el Señor le dará “la
corona merecida” no a él sólo, “sino a todos los que tienen el amor a su
venida” (ib 8). En lugar de jactarse del bien obrado, confiesa que es Dios
quien le ha sostenido y dado fuerza; lejos de contar con sus méritos, confía en
Dios para ser salvo y le da por ello gracias. “El Señor seguirá librándome de
todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los
siglos de los siglos! ¡Amén! (ib 18).
“Tú, Señor, no te alejes; estáte cerca. ¿De quién está cerca el Señor? De los que atribularon su corazón. Está lejos de los soberbios, está cerca de los humildes, mas no piensen los soberbios que están ocultos, pues desde lejos los conoce. De lejos conocía al fariseo que se jactaba de sí mismo, y de cerca socorría al publicano que se arrepentía. Aquel se jactaba de sus obras buenas y ocultaba sus heridas; éste no se jactaba de sus méritos, sino que mostraba sus heridas. Se acercó al médico y se reconoció enfermo; sabía que había de sanar; con todo, no se atrevió a levantar los ojos al cielo; golpeaba el pecho; no se perdonaba a sí mismo para que Dios le perdonase, se reconocía pecador para que Dios no le tuviese en cuenta sus yerros, se castigaba para que Dios le librase…
Señor, lejos de mí creerme justo… A mí me toca clamar, gemir, confesar, no exaltarme, no vanagloriarme, no preciarme de mis méritos, porque si tengo algo de lo que pueda gloriarme, ¿qué es lo que no he recibido? (San Agustín, In Ps 39, 20).
Enséñame, Señor, a hacerte camino con la confesión de los pecados, a fin de que puedas acercarte a mí… Así vendrás tú y me visitarás, porque tendrás en donde afianzar tus pasos, tendrás por donde venir a mí. Antes de que confesase mis pecados, te había obstruido el camino para llegar a mí; no tenías senda por donde acercarte a mí. Confesaré, pues, mi vida y te abriré el camino; y tú, oh Cristo, vendrás a mí y pondrás en el camino tus pasos, para instruirme y guiarme con tus huellas” (San Agustín, In Ps, 84, 16).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.

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