“¿Quién rastreará, Señor, tu designio, si tú no le das sabiduría?” (Sab 9, 17).
“¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?” (1ª lectura: Sab 9, 13-18). A duras penas conoce el hombre “las cosas terrenas”, ¿cómo pretenderá, pues, penetrar el pensamiento de Dios y comprender “las cosas del cielo”. Sus razonamientos son “mezquinos y falibles”, siempre sujetos a error, porque los sentidos le engañan con frecuencia haciéndole preferir valores caducos a los eternos, bienes inmediatos a los futuros. Sustraerse a estas tentaciones y desviaciones es imposible sin la ayuda de Dios. Sólo El puede dar al hombre la sabiduría que lo ilumine acerca del camino del bien y le enseñe lo que le es agradable. “Sólo así -dice la Escritura- serán rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprenderán lo que te agrada; y se salvarán con la sabiduría los que te agradan, Señor” (ib 18).
Esta enseñanza llegó a su vértice cuando Jesús, Sabiduría eterna, vino a mostrar a los hombres con su palabra y con su ejemplo el camino de la salvación. Es el tema del Evangelio de este domingo (Lc 14, 25-33). “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre; y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (ib 26). Al verbo “posponer” se lo debe entender y equivale, según el uso semítico a “amar menos”, según el texto paralelo de Mateo: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí” (10, 37).
Sólo Dios tiene derecho al primado absoluto en el corazón y en la vida del hombre. Jesús es Dios, por tanto es lógico que lo exija como condición indispensable para ser sus discípulos. “Pero el Señor -comenta san Ambrosio- no manda ni desconocer la naturaleza ni ser esclavo de ella: manda atender la naturaleza de tal modo que se venere a su Autor, y no apartarse de Dios por amor a los hombres” (In Luc VII, 201). Esto es válido para todos los bautizados, sean seglares, consagrados o sacerdotes, como para todos vale también la frase subsiguiente: “Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 27).
Jesús va de camino hacia Jerusalén donde será crucificado, y a la multitud que lo sigue le declara la necesidad de llevar la cruz con amor y constancia, como él. El llevó la cruz hasta morir clavado en ella; el cristiano no puede pensar en llevarla sólo a ratos en la vida, sino que ha de abrazarla todos los días, hasta la muerte. Y como no es lícito preferir ninguna criatura, por querida que sea, a Cristo, tampoco es lícito preferirle al bienestar, la satisfacción o el provecho propio; para seguir al que murió en la cruz para salvarnos, hay que estar dispuestos a arriesgar la misma vida.
Esta es la sabiduría enseñada por Jesús, tan diferente de los razonamientos humanos, los cuales se preocupan de los bienes transitorios descuidando los eternos. Las dos breves parábolas que siguen -la del hombre que quiere edificar una torre y la del rey que quiere hacer una guerra- invitan a considerar el seguimiento de Cristo como una empresa muy importante y comprometida y que, por lo tanto, no puede ser tomada a la ligera.
Pero
aun tomada en serio, no puede el hombre limitarse -como en los protagonistas de
las parábolas citadas- a calcular sus recursos y fuerzas personales para deducir
la viabilidad de esa obra, sino que debe tener presente el elemento más
importante: la gracia que Dios da con largueza a quien quiere ser fiel a
Cristo. Si luego Dios llamase a un seguimiento más inmediato y exclusivo, es
seguro que daría justamente la gracia correspondiente.
“Enséñanos, Señor, a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos; por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos” (Salmo 89, 12-14. 17).
“Hazme comprender, Cristo Jesús, que para el hombre todo se reduce a seguirte. La virtud y la santidad se compendian en esa palabra tan sencilla que diriges a toda criatura: “Sígueme”. Pero no la dices nunca a nadie, sin que haya sido precedida de aquellas otras palabras en las que pones las condiciones indispensables para poder responder a tu dulce invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y lleva cada día la propia cruz”.
En verdad, Señor, tú vas delante con paso demasiado rápido; tú que eres juntamente sabiduría y bondad nos debes comprender: no caminas solamente, sino corres velozmente, exultando con pasos de gigante sobre la tierra. ¿Cómo podríamos seguirte nosotros, pobre gente oprimida por pesadas cargas?
‘Con todo, debéis seguirme’, nos respondes tú, y podéis hacerlo, porque “mi reino está dentro de vosotros” e interior es el camino que conduce a él; lo podéis, porque sufrir vale más que obrar; porque vuestro verdadero progreso consiste en mi progreso en vosotros, y porque la cruz, derribando todo obstáculo…, me abre un camino fácil y ancho por el cual yo puedo alcanzar mi fin junto a vosotros” (Mons. Carlos Gay, “Vida y virtudes cristianas”, 13, 49, v 3).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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