domingo, 30 de junio de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 13º Domingo del Tiempo Ordinario: “No temas, solamente ten fe”

 

«Yo te ensalzo, Señor, porque me has levantado..., me has recobrado de entre los que bajan a la fosa» (SI 30, 2. 4).

El binomio muerte-vida constituye la temática central de la liturgia del día.

Dios, que es el viviente por excelencia, se autodefine: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14); él no puede ser más que el autor de la vida, «no fue Dios —dice el libro de la Sabiduría— el que hizo la muerte, ni se recrea en la «destrucción de los vivientes» (1, 13). Creando al hombre a su imagen y semejanza, no podía destinarlo a la muerte. La Escritura es explícita sobre este punto: «Dios creó al hombre incorruptible, le hizo imagen de su misma naturaleza» (2, 23). ¿De dónde procede, pues, la triste realidad de la muerte a la que nadie puede escapar? Desde las primeras páginas de la Biblia se la presenta como el castigo del pecado (Gn 3, 19), y el fragmento de hoy, aludiendo a esa idea, precisa: «Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2, 24).

El Maligno incitando al hombre a pecar lo arrastró a la muerte total: muerte física y muerte espiritual, es decir separación eterna de Dios. Y mientras la muerte corporal -aunque siga siendo consecuencia del pecado- es para el justo tránsito a la vida eterna, la del impío coincide con la perdición eterna. «La justicia es inmortal» (Sb 1, 15), afirma la Escritura; o sea; los que viven según la virtud y según Dios, tienen asegurada la inmortalidad; en cambio, los impíos con sus pecados «llaman a la muerte» (ib 16), la muerte eterna, separación irreparable de Dios, fuente de la vida.

Redimiendo al hombre del pecado, Jesús lo ha redimido también de la muerte; le ha restituido plenamente su destino de vida eterna. Cristo demuestra este poder con las resurrecciones que obra; el Evangelio de hoy (Mc 5, 21-43) refiere el de la hija de Jairo. Igual que en el caso de Lázaro, no dice Jesús que está muerta, sino que duerme: «La niña no está muerta, está dormida» (ib 39); como para indicar que la muerte, lo mismo que el sueño admite un despertar y que para él no es más difícil resucitar a un muerto que despertar a uno que duerme.

Las resurrecciones realizadas por Jesús son ciertamente hechos excepcionales, pero esbozan una realidad muy superior que pondrá al fin de los tiempos para todos los hombres: la resurrección de los cuerpos. San Juan Crisóstomo, comentando la narración evangélica, dice: «¿No ha resucitado Cristo a tu hija? Pues bien, la resucitará con absoluta certeza y con una gloria mayor. Aquella niña, después de ser resucitada, murió de nuevo; pero tu hija cuando resucite, será para siempre inmortal» (In Mt 31, 3). Esta es la fe y la esperanza cierta del cristiano para sí y para todos sus seres queridos: «esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro» (Credo). Es preciso afianzar esa fe y esa esperanza para ser capaces de contemplar la muerte propia y la ajena con ojos cristianos: como nacimiento a la vida eterna y encuentro definitivo con Dios.

También la caridad ha de concurrir a serenar al hombre frente a la muerte. En la segunda lectura (2 Cr 8, 7 -9; 13- 15) exhorta San Pablo a los Corintios a dar su contribución generosa para aliviar la pobreza de los hermanos de Jerusalén. Y recordándoles que Jesús, «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que con su pobreza nos hagamos ricos» (ib 9), les invita a inclinar la abundancia propia sobre la indigencia ajena, porque «un día la abundancia de ellos remediará vuestra falta» (ib 14). En otras palabras, la limosna que alivia la miseria material de los desheredados, remedia la moral de los hacen dados o de cualquiera que la realice. La caridad, la benevolencia y la generosidad para con los pobres, obtiene de Dios el perdón de los pecados y enriquece para la vida eterna.

 

Perdóname, Señor, antes de que me vaya y de que no exista en adelante. Líbrame de los pecados antes de que me vaya, para no marchar con ellos. Perdóname para que descanse en mi conciencia y me exonere de la agitación de la angustia. Me preocupo de esta angustia debido a mi pecado.

Ante todo, perdóname para ser aliviado antes de que me vaya y de que no exista en adelante. Si no me hubieses perdonado para ser aliviado, marcharé y no existiré...

Oh Señor, contemplo aquella bienaventurada región, aquella patria, aquella casa en la que los santos participan de la vida eterna y de la inmutable verdad, y temo ir fuera de allí adonde no se hace presente el ser, y deseo estar donde está el sumo ser...

Perdóname para ser aliviado antes de que me vaya y ya no exista en adelante. Si no me perdonas los pecados, estaré sin ti eternamente. ¿A quién, pues, me encaminaré eternamente? Hacia aquel que dijo: «Yo soy el que soy»; hacia aquel que dijo: «Di a los hijos de Israel: El que es me envió a vosotros». Quien camina en sentido opuesto de aquel que es, se dirige al no ser. (San Agustín, In Ps 38, 22).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

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