«Señor, tú libras de la angustia; tú transformas la tempestad en calma» (SI 107, 28-29).
La liturgia de la Palabra se centra hoy en el tema de la omnipotencia de Dios, y de su señorío sobre el universo. La lectura del Antiguo Testamento presenta la singular visión concedida a Job en respuesta a sus lamentos y angustiosos interrogantes por las graves desventuras que le habían golpeado. Dios se le muestra como creador y amo de todos los elementos y como señor del mar que él contiene en unos límites prefijándola. «Llegarás hasta aquí, no más allá; aquí se romperá el orgullo de tus olas» (Jb 38, 11). Al mostrar su poder y grandeza infinita, Dios quiere darle a entender que el hombre no puede osar discutir con él y pedirle cuentas de lo que hace. Job, hombre justo, comprende, se retracta de sus protestas y se remite al juicio insondable de Dios. A la sumisión resignada de Job -que sigue siendo un ejemplo luminoso- el cristiano está en situación de añadir la confianza y el abandono filial en la providencia del Padre celeste, cuyo revelador ha sido Cristo.
En el Evangelio vuelve el mismo tema en un contexto divino, iluminado por la presencia de Cristo, posesor de la omnipotencia divina. Es de noche. El Maestro con sus discípulos está en la barca sobre el lago y, cansado de las fatigas de la jornada, se duerme. De improviso se desencadena «una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba» (Mc 4, 37). Los discípulos asustados le despiertan, y él con una simple orden calma aquel temporal. «Increpó al viento y dijo al mar: "Calla, enmudece". El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza» (ib 39).
Salvados de la tempestad, los discípulos son presa de un temor nuevo. Habían visto a Jesús dormir en el fondo de la barca como un hombre cualquiera, y de repente le ven hacer cosas imposibles para un hombre. Y se preguntan mutuamente: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?» (ib 41). Pero el Maestro ha respondido ya implícitamente diciendo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (ib 40). Reprochándoles su falta de fe, Jesús viene a decirles que él es Dios, porque sólo Dios puede exigir que se crea en su poder de dominar las tempestades y de salvar de la muerte. El pánico había desbaratado la fe débil aún de los discípulos, haciéndoles olvidar los milagros que habían visto ya obrar al Maestro.
También hoy las desventuras, los sufrimientos, los peligros, las vicisitudes borrascosas de la vida personal y de la vida de la Iglesia hacen vacilar la fe demasiado débil de muchos creyentes, que murmuran, como Job, o tiemblan como los discípulos en el lago, olvidando que Cristo está siempre con sus fieles y con su Iglesia y que no deja de asistirles, aunque su presencia sea escondida y silenciosa, como la del Maestro dormido en la barca. Y hasta es más silenciosa, porque no se despierta para hacer milagros y ni siquiera se ha de pretender que los haga. El gran milagro es que Cristo conduce a su Iglesia y a cada uno de sus miembros a la salvación a través de tempestades y adversidades. El que cree firmemente no se perderá, sino llegará a ser «una creatura nueva» (2 Cr 5, 17), no turbada ya por las tribulaciones porque está anclada en la fe del que ha muerto y resucitado por nosotros.
“Hacia ti clamo, Señor; roca mía, no estés mudo ante mí; no sea yo, ante tu silencio, igual que los que bajan a la fosa. Oye la voz de mis plegarias, cuando grito hacia ti, cuando elevo mis manos, oh Señor, al santuario de tu santidad...
Señor, mi fuerza, escudo mío; en él confió mi
corazón, he recibido ayuda: mi carne de nuevo ha florecido; le doy gracias de
todo corazón. Señor, fuerza de su pueblo, fortaleza de salvación para su
ungido. Salva a tu pueblo, bendice a tu heredad”. (Salmo 28, 1-2. 7-9).
“Te pedimos, oh Señor, que nos sea devuelta pronto la paz, que se nos conceda al punto la ayuda en medio de estas tinieblas o de estos peligros, que se cumplan las promesas que te has dignado anunciar a tus siervos: la restauración de la Iglesia, la seguridad de la salud eterna, después del aguacero la escampada, después de las tinieblas la luz, después de las borrascas y temporales una dulce tranquilidad.
Y pedimos también el auxilio benévolo de tu
amor paternal, las maravillas de tu majestad divina, de modo que sean
confundidos los perseguidores, sea más sincera la penitencia de los caídos y la
fe robusta y firme de los que perseveran sea glorificada. (San Cipriano,
Cartas, 7, 8).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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