«En ti, Señor, está el amor; junto a ti, abundancia de redención» (Salmo 130, 7).
La Liturgia abre, hoy la primera página de la salvación. El hombre y la mujer, culpables de haber transgredido el precepto divino, son interrogados por Dios. Adán echa la culpa a Eva, y Eva a la serpiente. La cadena del pecado se prolonga y a través de los progenitores estrechará en sus lazos a toda la especie humana. Pero Dios tiene piedad de sus criaturas y mientras condena a la serpiente de modo absoluto, deja vislumbrar la salvación de los hombres: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje; él te pisará la cabeza» (Gn 3, 15). Desde ese momento Satanás ha sido el eterno enemigo del hombre, empeñándose en hacerlo morir en el pecado. «Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (Jn 12, 31), que lo retenía en la esclavitud del pecado» (GS 13). Jesús, linaje de la Mujer, hijo de María, ha venido a acabar con el poder de Satanás.
«Y recorría toda Galilea -dice el Evangelio- expulsando los demonios» (Mc 1, 39). El hecho suscitaba tanto entusiasmo entre el pueblo que los escribas -incrédulos y malvados-, no pudiendo negar la evidencia y no queriendo reconocer en Jesús al Mesías, atribuyen su poder al influjo de Belcebú. El Maestro reacciona: «Si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir» (Mc 3, 26). De hecho Satanás está en quiebra, pero por causa bien distinta: porque ha venido uno más fuerte que él, el Hijo de Dios, que tiene poder para atarlo por virtud del Espíritu Santo operante en él. La discusión se concluye con palabras tremendas: «Todos los pecados se les perdonarán a los hijos de los hombres. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca» (ib 28-29). Pecado contra el Espíritu Santo es atribuir a Satanás lo que es obra del Espíritu de Dios, y pues este pecado -como en el caso de los fariseos- nace del orgullo que niega y rechaza a Dios, el hombre que lo comete se excluye voluntariamente de la salvación. Dios no salva al que no quiere ser salvado.
Este episodio de tintas fuertes está seguido en Marcos de otro que abre el corazón a la esperanza. Su madre y algunos otros parientes habían venido a buscarlo; y Jesús responde: «Quién cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (ib 35). Todos los que siguiendo su ejemplo abrazan la voluntad del Padre y la cumplen, quedan unidos a él con vínculos tan íntimos que son comparables a los más estrechos lazos familiares. Y de esta unión a Cristo en la única voluntad del Padre, se sacan las fuerzas para vencer a Satanás. Como Cristo por su obediencia hasta la muerte de cruz ha reparado la desobediencia de Adán y ha vencido a Satanás, así el cristiano lo vencerá asociándose a la obediencia del Salvador, pero no sin pasar como él por el camino de la cruz. En el esfuerzo de la lucha no se asusta porque se apoya en Cristo vencedor y sabe que por sus méritos «la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (2 Cr 4, 17).
¡Salvador y Señor de todos los hombres, autor
de toda liberación y de todo rescate, esperanza de los que se encuentran bajo
tu mano poderosa! Tú has abolido el pecado; por medio de tu Hijo único, has
destruido las obras de Satanás, has desvanecido sus artificios, has librado a
los que él tenía encadenados.
Toda empresa diabólica, Señor, todo poder de Satanás, toda asechanza del adversario, toda plaga, todo suplicio, toda pena, golpe, choque, sombra maléfica tema tu nombre que invocamos y el nombre de tu Hijo único; aléjense del alma y del cuerpo de tus siervos, para que sea santificado el nombre del que por nosotros fue crucificado, resucitado y que tomó sobre sí nuestros males y enfermedades, Jesucristo, que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. (Oraciones de los primeros cristianos, 181; 207).
Bendito eres, Señor; enséñame tus mandamientos. Señor, has sido nuestro refugio de generación en generación. Dije: Señor, ten piedad de mí, sana mi alma porque he pecado. Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios, porque en ti está la fuente de la vida; en tu luz veremos la luz. Conserva tu misericordia a los que te confiesan. (Oraciones de los primeros cristianos, 225).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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