Queridos amigos y hermanos del blog: cada 23 de septiembre se cumple un nuevo aniversario de la muerte del santo Padre Pío (1887-1968). Les comparto una carta escrita en el 40 aniversario de su partida:
“Alzaré con fuerza mi voz y no desistiré”
Querido Padre Pío, queridísimo Padre Pío:
Permíteme que también yo, como tantos cientos y miles de personas hicieron durante tu vida y siguen haciendo durante tu muerte y tu pascua, te escriba una carta. Ya sabes que hasta quien después sería el Papa Juan Pablo II te escribió en varias ocasiones.
Cuando aparecías en público, los fieles se arremolinaban en tu derredor para hacerte llegar sus cartas, que inundaban también las oficinas de correos. ¡Qué habría sido hoy con las nuevas tecnologías!… Y tú las recogías, con el amor y la rudeza habituales, y las guardabas junto a tus llagas. ¡Qué mejor lugar para que la gracia de Dios las rociara y las bendijera! Recibe también hoy mi carta. Guárdala a la vera de tus llagas florecidas y resucitadas. Y reza por mí, por mis intenciones y necesidades, por mi vida y ministerio. Que ya sabes por lo que pido y lo que necesito.
Hoy hace cuarenta años de tu muerte, de tu pascua. Apenas unas horas antes de que la hermana muerte llamará a tu puerta y a tu anciano, enfermo y crucificado cuerpo, la Pascua ya se había verificado en ti. Las llagas, que habían sido tu cruz y tu gloria, habían desaparecido misteriosamente, milagrosamente, de la misma manera misteriosa y milagrosa que llegaron de modo visible cincuenta años antes. Tu última misa había sido ya tu misa definitiva, tu Eucaristía eterna y pascual. Por cierto, ¡cuánto me hubiera gustado poder asistir a alguna de tus misas del alba, de tus largas, doloridas y gozosas Eucaristías!
Gracia, pura y gratuita gracia
En la vigilia de tu fiesta litúrgica, en la vigilia de hoy, he estado releyendo y revisando la documentación que tengo sobre ti. Y, ¿sabes?, la pregunta es siempre la misma: ¿cómo y por qué viniste hasta mí? Nos separan años, kilómetros, entornos culturales y sociales, en España apenas eres conocido…. ¿Cómo y por qué viniste hasta mí, querido Padre Pío? ¿Cuál es el porqué de mi “perra” hacia ti, querido Padre Pío? Y siempre que me lo pregunto, como ahora, como en la vigilia de tu fiesta litúrgica, la respuesta es siempre la misma: la gracia, pura gracia, la Providencia. Sí, no hay otra explicación: la gracia de Dios lo ha querido, has sido y eres para mí gracia de Dios, un regalo del Altísimo, como lo eres para tantos miles y millones de personas, como lo eres para esa multitud que, sin duda, se congrega estos días en San Giovanni Rotondo.
En una de tus cartas -en tu texto quizás más preciado y más precioso, más sagrado- escribes a tu director espiritual, el padre Benedicto de San Marco in Lamis, la narración de la visita sobre tu cuerpo y tu alma de las llagas y los estigmas del Señor. Fechas la carta el 22 de octubre de 1918, un mes después de que acontecieran definitivamente los hechos. Cuentas cómo sucedieron las cosas y tu perturbación. Las llagas habían herido tu pecho, tus manos y tus pies, sangraban y supuraban. Pero además te habían sumido en la confusión y en el dolor. No entendías lo que había pasado, lo que estaba pasando, lo que iba a pasar. Y pedías al Señor que actuase, que, al menos, te quitara la confusión que experimentabas ante aquellos signos externos.
“Alzaré fuerte mi voz a El -escribías y orabas- y no cesaré de conjurarle, para que por su misericordia retire de mi no el desagarro, no el dolor –porque lo veo imposible y siento que El me quiere embriagar de dolor-, sino estos signos externos que son para mí de una confusión y de una humillación indescriptible e insostenible”.
Ni el dolor interior ni los signos externos de la cruz de Cristo te abandonaron, querido Padre Pío, hasta la víspera de tu pascua, hace ahora cuarenta años. Pero el Señor te escuchó e hizo de ti aptísimo instrumento de su Providencia y de su amor, fecundísimo ministro del perdón y de la conversión, testigo elocuente –hasta mudo, apartado, calumniado y confinado- de que solo podemos gloriarnos de la cruz de Cristo.
Las gracias son para compartirlas
“Alzaré con fuerza mi voz y no desistiré”, escribías, sí. Y yo, desde que te conocí hace poco más de seis años, siento también la necesidad de alzar con fuerza mi voz y de no desistir en el empeño de ponerme a la vera de tus llagas y de comunicar a los cuatro vientos quién eres y lo necesitados que estamos de contar con cristianos como tú.
Te diré al respecto una historia de hoy mismo, de ayer mismo. En la tarde de ayer al acabar la Eucaristía que oficiaba en la comunidad de religiosas de la que soy capellán, vino a saludarme una hermana “nueva”. Era una novicia de origen japonés que va a permanecer tres meses en esta comunidad mientras completa su noviciado en la preparación y en la espera de profesar los votos consagrados el próximo 8 de diciembre. Nada más saludarla me acordé de que al día siguiente –hoy- es tu memoria litúrgica y le dije: “Mañana es San Pío de Pietrelcina, un santo de los grandísimos, religioso como tú. Mañana diré la misa por ti y te encomendaré a él”.
Y así lo he hecho esta mañana temprano, cuarenta años después de tu partida. He ofrecido la misa por la joven novicia japonesa y te la he encomendado. Le he dado una reliquia y estampa tuyas, algunos escritos míos sobre ti y un rosario, recordándole tu amor por la Madonna, por tu amor por María. Y le he dicho: ”Hoy, no yo, sino el mismo Dios te hace un regalo maravilloso y extraordinario, dándote, ofreciéndote un santo tan grande como el Padre Pío”.
Y es que, querido Padre, queridísimo Padre, tú has sido y eres un inmenso regalo para mí. Y los regalos nunca se merecen, pero conllevan una deuda: la deuda de la gratitud. Y yo quisiera saldar esta deuda dándote a conocer y seguir más cerca y con mayor radicalidad –a tu lado, tras tu estela- al único Dios y Señor.
Dios está aquí
Pero, ¿sabes?, tu camino es camino de cruz, y a todos nos da miedo la cruz. Sí, ya sé que somos unos insensatos cuando actuamos así. Pero la humana fragilidad –lo sabes bien- pesa y condiciona más de lo que quisiéramos. Por eso, querido Padre Pío, ayúdanos a llevar la cruz, la propia, la de los nuestros y la de la entera humanidad. Ayúdanos a que con los labios y con el corazón –con toda nuestra vida- exclamemos y experimentemos: “Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.
“Oh Dios, que has otorgado a San Pío de Pietrelcina –rezamos en tu oración litúrgica- la gracia de participar de manera especial en la Pasión de tu Hijo, concédenos por su intercesión conformarnos con la muerte de Cristo, para ser participes de su resurrección”. Que esta sea también mi plegaria hoy y siempre.
Gracias, Padre Pío. Siempre llegas a mí como brisa suave y reconfortante, como viento fresco y puro, como aroma delicado y embriagador, como oferta tan atrayente y tan sugerente. Alzaré con fuerza mi voz, sí, y no desistiré: Dios está próximo a nosotros mediante hombres como tú. Dios, a través tuyo, nos inunda con los raudales de su gracia. Fue Dios quien escribió los renglones derechos y torcidos de tu vida. Es Dios –el mismo Dios- quien llega cada vez que tú vienes a mi vida, a la vida de los míos y de mis quehaceres y afanes, a la vida de nuestra Iglesia y humanidad.
Guarda, sí, esta carta, junto a tu costado. Apretújala entre tus manos. Hazla camino entre tus pies. Déjala florecer –sí- junto a tus llagas glorificadas. Preséntala en el ara del altar de tu Eucaristía eterna. E incrústala entre las cuentas de tu Rosario sin fin. Amén.
Jesús de las Heras Muela*
* Jesús de las Heras Muela nació en Sigüenza el 17 de Diciembre de 1958. Es licenciado en Estudios Eclesiásticos (Facultad de Teología de Burgos, 1982), Ciencias de la Información (Universidad Complutense de Madrid, 1992) e Historia de la Iglesia (Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, 1992), habiendo realizado los cursos de doctorado de estas dos últimas disciplinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario