“Señor, que me ofrezca a ti como hostia viva, santa, agradable a ti” (Rom 12, 1)
A causa de pecado y de sus consecuencias, el servicio de Dios entraña lucha, renuncia, vencimiento propio. La liturgia de hoy es una demostración típica de ello. En primer lugar la afligida confesión de Jeremías (20, 7-9) que expresa el profundo sufrimiento de un hombre elegido por Dios para anunciar su palabra y perseguido por ella. El profeta llega a declararse “seducido” por Dios, casi engañado, porque su misión lo ha hecho objeto de “oprobio y desprecio todo el día” (ib 8). Oprimido por el sufrimiento quisiera sustraerse al querer divino, pero le es imposible.
“La palabra de Dios era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla y no podía” (ib 9). Este misterioso fuego interior, índice del amor de Dios que lo ha conquistado, y aun “seducido”, y del carisma profético de que ha sido dotado, lo mueve contra toda inclinación natural, a proseguir su ingrata misión. Espléndido ejemplo del poder de la acción divina en una criatura débil.
Pero la demostración más autorizada nos viene del Evangelio (Mt 16, 21-27) en el anuncio de la pasión de Jesús, de la que los sufrimientos de Jeremías, son una pálida figura. “Desde entonces -es decir, desde la confesión de Pedro en Cesárea- empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho… y ser ejecutado” (ib 21). Con su fogosidad acostumbrada Pedro reacciona al instante. ¿Cómo admitir que el Mesías, el Hijo de Dios vivo, vaya a ser perseguido y ajusticiado? Pedro no hace más que expresar la mentalidad de los hombres de todos los tiempos. En buena lógica humana cuanto mayor es uno, tanto más éxito ha de tener y más ha de ir de victoria en victoria. Pero no es esta la lógica de Dios ni el pensamiento de Jesús, el cual afirma que “tiene” que sufrir porque así lo ha establecido el Padre para redimir al mundo del pecado.
Y Pedro se siente rechazado con dureza: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios” (ib 23). ¡Tremendo contraste entre estas palabras y las que ha escuchado en Cesárea cuando la confesión de la mesianidad y divinidad de Jesús! Allí: “¡Dichoso tú!” y la promesa del primado (ib 16-18); aquí el apelativo de “Satanás” y la repulsa. El motivo uno solo: la oposición a la pasión y muerte del Señor. Es más fácil reconocer en Jesús al Hijo de Dios que aceptar verlo morir como un malhechor. Pero quien se escandaliza de él; quien rechaza su pasión le rechaza a él, porque Cristo es el Crucificado. Y quien sigue a Cristo tiene que aceptar no sólo la cruz de Cristo, sino la propia. Lo dice Jesús en seguida para hacer comprender a sus discípulos que sería una ilusión pensar en seguirlo, pero sin llevar con él la cruz: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (ib 24). Después del pecado es éste el único camino de salvación para los individuos y para la humanidad entera.
“Hermanos:
os exhorto, por la misericordia de Dios -escribe san Pablo- a presentar
vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1 – 2ª
lectura). El cristiano no lleva su cruz a la fuerza; es un voluntario que la
acepta con amor para hacer de sí mismo un sacrificio vivo y santo” en unión con
el de Cristo, para gloria del Padre y redención del mundo. Pero esto no es
posible sin esa profunda transformación de mentalidad que hace pensar “al
estilo de Dios” y por eso hace al hombre capaz de “discernir lo que es la
voluntad de Dios” (ib 2) y de no escandalizarse en presencia del sufrimiento.
“Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: ‘Violencia’, proclamando: ‘Destrucción’. La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: ‘No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre’; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía… Pero el Señor está conmigo, cual campeón valeroso” (Jeremías 20, 7-9. 11).
“Si quiero vivir contigo, oh Jesús, debo persuadirme de que la vida cristiana está comprendida en ti crucificado, esto es, en el espíritu de renuncia, de sacrificio, en la práctica del total abandono y renuncia de sí; sólo a través del Calvario se llega a la meta. Si encontramos en este camino dolores y luchas, tú, oh Cristo, nos sostendrás con tu cruz y nos ayudarás con tu gracia. Graba en mi corazón tus palabras: ‘El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga’.
Jesús mío, tú tienes una cruz que es demasiado grande para nuestras débiles fuerzas; no podemos nosotros ofrecer tanto a tu amor. Pero acepta, oh Jesús, el ofrecimiento de nuestros dolores, concédenos unirnos a la gloria de tu Resurrección. Jesús mío, que durante toda mi vida lleve mi cruz como prenda de tu santo amor y arra de tu benevolencia, y muerto y crucificado al mundo viva la vida de la gracia” (Siervo de Dios Monseñor Giuseppe Canovai, Suscipe, Domine).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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