“Señor,
sálvame” (Mt 14, 30).
La primera lectura (1 Re 19, 9a. 11-13a) habla de Elías, el profeta de fuego, que, abatido por las luchas y las persecuciones, sube al monte Horeb a encontrar fortaleza en el lugar donde Dios se reveló a Moisés. Y en el Monte santo Dios se le revela también a él: “Sal -oye que le dicen- y aguarda al Señor en el monte”. Al punto pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes; siguió un terremoto y luego un fuego, pero -repite hasta tres veces el sagrado texto- “en el viento…, en el terremoto…, en el fuego no estaba el Señor (ib 11-12). Todo ya en calma, “se escuchó un susurro”; Elías intuyó en él la presencia del Señor y, en señal de respeto “se cubrió el rostro con el manto” (ib 13).
Dios se hace preceder y como anunciar por las fuerzas poderosas de la naturaleza, índices de su omnipotencia; pero cuando quiere revelarse al profeta desesperanzado y cansado, lo hace en el suave susurro de una brisa leve, la cual al mismo tiempo que expresa su espiritualidad misteriosa, indica también su bondad delicada con la debilidad del hombre y la intimidad en que quiere comunicarse a él. El trozo bíblico termina aquí sin referir el diálogo entre Dios y su profeta, pero es suficiente para demostrar cómo interviene Dios para sostener al hombre que, oprimido por las dificultades de la vida, se refugia en él.
En un contexto harto diferente presenta el Evangelio (Mt 14, 22-33) un episodio sustancialmente semejante. La tarde de la multiplicación de los panes, ordena Jesús a sus discípulos atravesar el lago y precederle en la otra orilla mientras él, despedida la muchedumbre, va solo al monte a orar. Es de noche; la barca de los Doce avanza a duras penas por la violencia de las olas y el viento contrario, de modo que “se fatigaban remando” (Mc 6, 48). Al alba ven a Jesús venir hacia ellos “andando sobre el agua” y creyéndolo un fantasma, gritan llenos de pavor. Pero la palabra del Señor los serena: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” (Mt 14, 27).
Pedro, osado según su naturaleza dice: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua” (ib 28). El apóstol no duda de que Jesús tiene ese poder, y a una palabra suya baja de la barca y camina sobre el agua. Pero un instante después, asustando por la violencia del viento, está para hundirse e invoca: “¡Señor, sálvame!” (ib 30). Es muy humano este contraste entre la fe de Pedro y su miedo instintivo; lo mismo que Elías está lleno de celo y ardor por su Señor, pero está también expuesto a los miedos y abatimientos, y necesita que el Señor intervenga para sostenerlo.
En el Horeb Dios hizo sentir su presencia al profeta, se le reveló y le habló, pero siguió siendo el invisible. En el lago, en cambio, Dios se deja reconocer en la realidad de su persona humano-divina; los discípulos no se cubren el rostro en su presencia, sino que ponen en él su mirada, pues ha velado su divinidad bajo carne humana. Se ha hecho hombre, hermano; por eso sus discípulos, y especialmente Pedro, tratan con él con tanta familiaridad. Y Jesús también familiarmente los anima o los reprende, calma el viento, tiende la mano a Pedro, lo agarra y le dice: “¡Qué poca fe!, ¿por qué has dudado?” (ib 31).
La
poquedad de su fe hace al cristiano miedoso en los peligros, abatido en las
dificultades y por eso le pone a pique de naufragar. Pero donde la fe es viva,
donde no se duda del poder de Jesús y de su continua presencia en la Iglesia,
no habrá nunca peligro de naufragio, porque la mano del Señor, se extenderá
invisible para salvar la barca de la Iglesia, lo mismo que a cada fiel.
“No temáis”: dices a tus discípulos… ¡Oh, qué bueno eres, Dios mío, diciéndoles a ellos y diciéndonos a nosotros esta palabra!... ¡Qué débil soy, qué miserable, qué pecador, qué agitado estoy de continuo por el viento de la tentación y cómo estoy a punto de anegarme…! Porque no es tanto que la tentación sea fuerte cuanto que yo soy débil… Sí, lo reconozco; tú no dejas que yo sea muy tentado; siento tu mano sin cesar sobre mí para protegerme.
¡Qué bueno eres, Dios mío, diciéndome a mí que bogo sin avanzar un paso, a mí que me siento juguete de las olas e impotente para continuar: ‘No temáis…’. ¡Qué bueno eres, no sólo diciéndome esa palabra, sino también dejándome entrever la esperanza de que llegará un día en que tú mismo subirás a mi pobre barquilla y ella entonces se hallará de golpe en aquella ribera a la que tiende sin poder avanzar. Aquella ribera es el cumplimiento de tu voluntad, a la que quisiera llegar finalmente en esta vida, y es la eternidad a la que te suplico hagas llegar mi barquilla, ¡oh divino, oh dulce piloto, oh buen Jesús!” (Charles de Foucauld, Meditaciones sobre el Evangelio).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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