«Yo te ensalzo, oh Rey mío, y bendigo tu nombre por siempre jamás» (SaI 145, 1).
En el centro de la Liturgia de hoy está el trozo evangélico (Mt 11, 25-30), perla preciosa del Evangelio de San Mateo, que permite echar una mirada sobre el misterio personal de Cristo, sobre sus relaciones íntimas con el Padre. Lo que más impresiona es que esta revelación sublime está reservada a «la gente sencilla», es decir a los pequeños, a los humildes, a los despreciados por los sabios del mundo, mientras que éstos son excluidos de ella. «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla» (ib 25). Dios se niega a los sabios hinchados por su ciencia y convencidos de saberlo todo, y se manifiesta a los sencillos que se abren a él con la frescura de niños, conscientes de su ignorancia.
A ellos se les da parte en el conocimiento altísimo que se intercambian Jesús y el Padre celestial, y que sólo Dios puede comunicar al hombre: «Nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (ib 27). Se trata de conocimiento en sentido bíblico, o sea, vital y amoroso. El conocimiento recíproco por el que el Padre conoce plenamente al Hijo y el Hijo al Padre, indica que Jesús -el Hijo encarnado- es perfectamente igual al Padre en la Profundidad de su ser. Es tal vez éste el texto de los evangelios sinópticos en el que la divinidad de Jesucristo se afirma con mayor claridad. Así mientras los sabios -los escribas y fariseos de entonces y muchos doctores de hoy- no ven en Cristo más que a un hombre, «el hijo del carpintero» (Mt 13, 55), los sencillos de entonces y de siempre saben reconocer en él al Hijo de Dios: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Y es a ellos precisamente a quienes se revela a sí mismo y revela al Padre.
Y no sólo esto. Jesús piensa también las condiciones terrenas de sufrimiento y angustia en que con frecuencia se debaten los sencillos, los humildes y los pobres y les dirige esta invitación: «Venid a mí todos los que estáis cargados y agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Los aliviará con su amor, revelándoles el amor del Padre y enseñándoles a amarlo como hijos. Jesús no quiere ahogar a los hombres con leyes gravosas, sino que les da una única ley, la del amor a Dios y a los hermanos, que tiene un único objeto: el cumplimiento de la voluntad del Padre celestial. Voluntad amorosa, porque es de un padre, y, sin embargo, exigente, pero siempre amable para quien sabe abrazarla como la abrazó Jesús, con amor, mansedumbre y humildad. «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (ib 29-30).
De este modo el mismo Jesús se presenta como el Mesías anunciado por Zacarías (9, 9-10; 1ª lectura): rey, manso y humilde, que no se impone con la pompa y el poderío de los grandes de la tierra, que no hace justicia con la espada, sino lleva a todas partes la paz: «dictará la paz a las naciones» (ib 10). Y enseña a los hombres a comportarse con dulzura y humildad, plegándose con amor al yugo de la voluntad de Dios como él mismo se plegó al peso de la cruz.
Para
obrar así es necesario mortificar las tendencias de la carne que se rebelan
frente a la injusticia y el sufrimiento, y vivir según el Espíritu (2ª lectura:
Rm 8, 9. 11-13). Esto es posible todos los creyentes, porque, como dice S.
Pablo: «vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu... El que no tiene
el Espíritu de Cristo, no es de Cristo» (ib 9). Evidentemente para pertenecer a
Cristo no basta haber recibido su Espíritu en el bautismo, sino que hace falta
superar los impulsos naturales para vivir según el Espíritu de Jesús.
Yo te ensalzo, oh Rey, Dios mío, y bendigo tu nombre para siempre jamás. Todos los días te bendeciré, por siempre jamás, alabaré tu nombre.
Grande es el Señor y muy digno de alabanza, insondable su grandeza. Edad a edad encomiará tus obras, pregonará tus proezas. El esplendor, la gloria de tu majestad, el relato de tus maravillas, yo recitaré... Se hará memoria de tu inmensa bondad, se aclamará tu justicia. (Salmo, 145, 1-5.7).
«Te doy gracias, oh Padre, señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla». Oh Señor, a los sabios y entendidos que merecen quedar en ridículo a los presuntuosos, aparentemente poderosos pero en realidad hinchados, no les has opuesto los necios e imprudentes, sino los pequeños... ¿Quiénes son los pequeños? Los humildes... ¡Oh caminos del Señor!... ¿Por qué, Señor, te has alegrado? Porque la revelación ha sido hecha a los pequeños.
Haz, Señor, que seamos pequeños; pues si queremos ser grandes, como si fuésemos sabios y entendidos, no se nos revelarán tus misterios. ¿Quiénes son los grandes? Los sabios y entendidos. Diciendo que son sabios, se han hecho necios... Si diciéndome sabio me torno necio, haz, Señor, que me diga necio y me tornaré sabio; pero haz que lo diga en mi corazón, no delante de los hombres. (San Agustín, Sermón, 67, 8).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario