«Que
muera de verdad al pecado y viva para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 11).
La liturgia de la Palabra nos lleva hoy a considerar las características del verdadero discípulo de Jesús. El Señor mismo las traza con palabras escuetas que no se pueden eludir: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10, 37-38). El seguimiento de Cristo exige una adhesión radical que se expresa en un amor totalitario, superior a todo otro amor; hay que amar a Jesús más que a los padres, más que a los hijos, más que a sí mismo, más que a la vida. Esto no significa negarse a los afectos de la familia o del prójimo —cosa absolutamente contraría a la ley de Dios—, sino que no hay que anteponer nunca el amor a la criatura al amor a Cristo. Cuando las circunstancias de la vida ponen ante la encrucijada de elegir o a la criatura o a Dios, el cristiano no puede dudar en la elección, aunque tenga que imponer a su corazón graves sacrificios.
Por lo demás, el hombre, cuando ha entregado todo su corazón a Cristo, se hace capaz de un amor mayor al prójimo y a sus mismos familiares, porque sólo el amor sobrenatural permite superar todas las barreras y reservas del egoísmo. La exhortación de Cristo a tomar la cruz y seguirle se resuelve en gran parte precisamente, en la superación del egoísmo, que, impidiendo el amor a Dios, obstaculiza también el del prójimo y aun el de los propios familiares. Y si para ser fieles a Cristo es a veces necesario negarse a las criaturas, éstas entonces no dejan de ser amadas, sino que al contrario se las ama con un amor más puro, que al no plegarse a compromisos es capaz de elevarlas hasta Dios.
«El que encuentre su vida la perderá —sigue diciendo Jesús—; y el que pierda su vida por mí la encontrará» (ib 39). Si entregando todo su corazón a Cristo, lo recupera el hombre enriquecido, con una capacidad divina de amor, así renunciándose hasta el límite extremo —la pérdida de la vida—, recupera en Cristo la verdadera vida, la vida eterna que nadie le podrá quitar. A pocos se les pide testimoniar su amor hasta dar la vida por Cristo; pero se le pide a todo cristiano vivir en tal disposición que nunca retroceda frente al sacrificio.
A esta luz se ha de meditar la segunda lectura, en la cual san Pablo recuerda a los cristianos sus deberes de bautizados «en la muerte» de Cristo. Dice con frase incisiva: «Fuimos sepultados con él en la muerte» (Rm 6, 4). No sólo muertos, sino «sepultados» sin más en tu muerte, esa muerte que ha destruido el pecado. La consecuencia es clara: el cristiano ha de estar de tal modo muerto al pecado, que lo elimine de su vida. Un comportamiento diferente es considerado por san Pablo como anormal; según su pensamiento, el que ha sido bautizado en la muerte de Cristo debe resucitar para siempre con él y como él a «una vida nueva» (ib.).
Esa «novedad» consiste en la liberación del pecado. San Pablo ha comprendido a fondo las exigencias del seguimiento de Cristo. Repitamos, pues, que es preciso morir a cuanto aparta del servicio generoso del Señor, renunciar a cuanto compromete la preferencia absoluta y el primado de amor debido a él. Sólo así es el cristiano discípulo digno de Cristo, asociado íntimamente a su muerte y a su vida. «Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir, es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús Señor nuestro» (ib 10-11).
La caridad bien ordenada es un afecto sincero a ti, oh clementísimo Señor Jesucristo, o al prójimo... El amor no es ordenado si no eres tú amado sobre todas las cosas, porque tú eres infinitamente superior a todas las criaturas. Y el amor del prójimo es ordenado, si es amado el prójimo por ti... Si se ama a los padres o parientes más que a ti, ese amor no es ordenado, ni el que ama es digno de ti...
Oh benignísimo Señor, éstos son los preceptos que deben guiar constantemente nuestra atención, nuestro pensamiento y nuestro recuerdo, y que debemos siempre practicar y cumplir, con todas nuestras fuerzas. Ahora bien, por la caridad al prójimo se conoce si el amor a ti, oh Señor, se conserva y acrecienta; pues el que descuida amarte a ti, tampoco sabe amar al prójimo...
Oh piadosísimo Señor Jesucristo, ordenador de la caridad del amor, dígnate ayudarme perdonándome a mí, pecador, haciéndome partícipe de tu misericordia e inmensa clemencia. Ablanda mi corazón de piedra, de modo que convirtiéndome a ti te ame, y ame al prójimo por amor tuyo, para que viva eternamente contigo en caridad bien ordenada. (R. Jordan, Contemplaciones sobre el amor divino, 31).
¡Oh Jesús!, que nada me turbe y nada me detenga a lo largo del camino. Sólo tú eres la meta de mi vida; lo demás no vale nada. Con tal que te ame y vaya a ti, el resto poco importa. Que sepa yo, oh Señor, sacrificarte de corazón todas mis penas de espíritu y de corazón. La tierra no es nada, el mundo no es nada; tú, Jesús, tú sólo eres todo para mí que soy todo tuyo. (Antonio Chevrier, Lesprit et les vertus).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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