Primera Lectura: Is 2,1-5
Salmo Responsorial: Sal 121, 1-2. 4-9
Segunda Lectura: Rom 13, 11-14a
Evangelio: Mt 24, 37-44
“Venid y caminemos a la luz del Señor” (Is 2, 5).
El tema central del Adviento es la espera del Señor, considerada bajo aspectos diversos. En primer lugar, la espera del Antiguo Testamento enderezado hacia la venida del Mesías. De ella hablan los profetas que la liturgia presenta en este tiempo a la consideración de los fieles para despertar en ellos aquel profundo deseo y anhelo de Dios tan vivo en los escritos proféticos y al mismo tiempo invitarlos a dar gracias al Altísimo por el don inmenso de la salvación. Esta, en efecto, ya no se perfila en el horizonte como un acontecimiento futuro, tan sólo prometido y esperado, sino que desde siglos se ha convertido en realidad con la encarnación del Hijo de Dios y su nacimiento en el tiempo.
Ha venido ya el Redentor y en él se han colmado las esperanzas del Antiguo Testamento y se han abierto las del Nuevo. Y esta nueva espera es la siguiente: la venida del Salvador debe actuarse en el corazón de cada hombre, mientras la historia de la humanidad se dirige y orienta toda hacia la parusía, es decir, a la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. En esta perspectiva deben ser escuchadas y meditadas las lecturas del Adviento.
Isaías habla con énfasis de la era mesiánica, en la cual todos los pueblos convergerán en Jerusalén para adorar al único Dios: “Y vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid y subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, y él nos enseñará sus caminos” (Is 2, 3). Reunidos en la única religión, todos los hombres serán como hermanos y “no se ejercitarán más ya para la guerra” (ib 4). Jerusalén es figura de la Iglesia, constituida por Dios “sacramento universal de salvación” (LG 48), que abre los brazos a todos los hombres para llevarlos a Cristo y para que, siguiendo sus enseñanzas, vivan como hermanos en la concordia y en la paz. Pero ¡cuánto queda aún por hacer para que esto se realice plenamente! Cada cristiano debe ser una voz que llame a los hombres, con el ardor de Isaías, a la única fe y al amor fraterno. El texto del profeta se cierra con esta sugestiva invitación: “Venid y caminemos a la luz del Señor” (2, 5).
San Pablo en la segunda lectura nos dice precisamente qué debemos hacer para caminar en esa luz: “despojarse de las obras de las tinieblas” (Rm 13, 12), es decir, del pecado en todas sus formas, y, “vestirse las armas de la luz” (ib.), esto es, revestirnos de las virtudes, especialmente de la fe y del amor. Esto es más urgente que nunca “pues vuestra salud está ahora más cercana” (ib 11), ya que la historia camina hacia su última fase: el retorno del Señor.
El tiempo que nos separa de dicha meta debe ser aprovechado con solicitud: el Señor que ya vino en su nacimiento temporal de Belén, que está continuamente presente en la vida de cada hombre y de la humanidad entera, y “que ha de venir” al fin de los siglos, debe ser acogido, seguido y esperado con fe, esperanza y caridad vivas y operantes.
El
mismo Jesús nos ha hablado de esa actitud de vigilante espera que debe
caracterizar la vida del cristiano: “Velad, porque no sabéis cuándo llegará
vuestro Señor (Mt 24, 42). No se trata sólo de la parusía, sino también de la
venida del Señor para cada hombre al fin de su vida, cuando se encontrará cara
a cara con su Salvador; y ése será el día más hermoso, el principio de la vida
eterna. “Por eso vosotros habéis de estar preparados, porque a la hora que
menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (ib 44).
“Dios todopoderoso, aviva en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcamos poseer el reino eterno” (Misal Romano, Oración Colecta).
“Señor, que fructifique en nosotros la celebración de estos sacramentos, con los que tú nos enseñas, ya en nuestra vida mortal, a descubrir el valor de los bienes eternos y a poner en ellos nuestro corazón” (Misal Romano, Oración después de la Comunión).
Nuestro
amor por ti, Señor, está “fundado sobre tal cimiento como es ser pagado con el
amor de un Dios, que ya no puede dudar de él por estar mostrado tan al
descubierto, con tan grandes dolores y trabajos y derramamiento de sangre,
hasta perder la vida, porque no nos quedase ninguna duda de este amor”. Dame,
Señor, tu amor antes que me saques de esta vida, “porque será gran cosa a la
hora de la muerte ver que vamos a ser juzgados de quien habemos amado sobre
todas las cosas. Seguros podremos ir con el pleito de nuestras deudas; no será
ir a tierra extraña, sino propia, pues es a la de quien tanto amamos y nos ama”
(Santa Teresa de Jesús en “Camino de perfección”).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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