«Señor, tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos» (Jn 6, 68-69).
La elección de Dios -libre, voluntaria y por amor-, y la fidelidad en la respuesta es el tema del Evangelio de este Domingo.
Cuando el pueblo hebreo, atravesado el Jordán, está para entrar en la tierra prometida, Josué le plantea este dilema: o tomar partido con los idólatras o decidirse por Yahvé (Js 24, 1-2a. 15-18). En otras palabras: o Dios o los ídolos. La respuesta es unánime: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros!... Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios» (ib 16.18). Por desgracia en la práctica continuará Israel, lo mismo que en el pasado, fluctuando entre la fidelidad a Dios y la idolatría; pero teóricamente la elección está hecha: el pueblo reconoce que sólo Yahvé es su Dios y si luego muchos, y aun la mayor parte, prevaricarán, quedará siempre un «resto» fiel. Es una llamada a reflexionar que no basta elegir a Dios una vez en la vida, sino que es preciso renovar cada día la elección recordando que es imposible servir a Dios y al mismo tiempo a las teorías, vanidades y caprichos del mundo que son otros tantos ídolos.
Al concluir el discurso sobre el “pan de vida” (Jn. 6, 61-70) Jesús impone una elección a cuantos le escuchan. O seguirle aceptando el misterio de su carne y de su sangre dados en alimento a los hombres o apartarse de él. No sólo los judíos se escandalizan de sus palabras, sino hasta “muchos discípulos” suyos murmuran: “Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?” (ib 60). Y Jesús en lugar de cambiar de estilo, les advierte la necesidad de la fe: “El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Y con todo algunos de vosotros no creen” (ib 63-64).
Nada, pues, de escandalizarse o discutir, sino creer. Sin la fe y sin el Espíritu que ilumina y vivifica, el mismo misterio del Cuerpo de Cristo puede quedarse en “carne” que no aprovecha al espíritu y no da la vida. Sin la fe el hombre puede oír hablar de carne y sangre de Cristo, puede ver pan y vino, pero no entender la gran realidad escondida en estas palabras y en estos signos.
No hay que ser fáciles en condenar a quien no cree; hay que compadecerse más y bien y orar para que los hombres se abran al don de la fe que Dios concede con largueza y no lo rehúsen prefiriéndole a sus cortos razonamientos humanos. Por esta repulsa “muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (ib 66). Es impresionante comprobar que el Señor no hizo nada por retenerlos, sino, vuelto a los Doce, les preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?” (ib 67).
El
misterio de Cristo es único e indivisible: o se lo acepta íntegramente o,
rechazando un aspecto, se lo rehúsa todo. Ni siquiera la compasión por los
incrédulos o el deseo de atraer a los hermanos alejados puede legitimar una
mutilación de lo que Jesús ha dicho sobre la Eucaristía. Nadie ha amado a los
hombres y procurado su salvación más que él; sin embargo ha preferido perder
“muchos” discípulos a modificar una sola de sus palabras. Quien se ha decidido
por Cristo sólo tiene que decir con Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú
tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos, y sabemos que tú eres el
Santo consagrado por Dios” (ib 68-69).
Conviene
recordar con objetividad que Judas se apartó del Maestro justamente en esta
ocasión; el anuncio de la Eucaristía fue la piedra de toque de la autenticidad
de la elección de Cristo no sólo por parte del pueblo, sino por la de los
discípulos y apóstoles. Así la fe en este misterio continuará distinguiendo, a
través de los siglos, a los verdaderos seguidores de Cristo.
Oh Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo; inspira a tu pueblo el amor a tus preceptos y la esperanza en tus promesas, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría. (Misal Romano, Colecta).
Señor, la fe nos une a ti, y la inteligencia nos vivifica. Haz que nos constituyamos en la unidad por la fe, para que tenga existencia lo que pueda ser vivificado por la inteligencia. Quien no se une a ti, pone resistencia; y quien se opone no cree. ¿Podrá ser vivificado quien resiste? Es enemigo del rayo de la luz, que le debía penetrar; no aparta los ojos, pero cierra su mente... Señor, que yo crea y me abra; que abra mi inteligencia para ser iluminado.
Si nos vamos de tu compañía, ¿a quién iremos? «Tú tienes palabras de vida eterna»... Porque tú nos das la vida eterna en el servicio de tu cuerpo y sangre, y nosotros hemos creído y entendido... Creímos, para llegar a comprender; porque si quisiéramos entender primero y creer después, no habríamos conseguido ni entender ni creer. ¿Qué es lo que hemos creído y qué es lo que hemos entendido? «Que tú eres el Cristo Hijo de Dios»; es decir, que tú eres la misma vida eterna y que en tu carne y sangre no nos das sino lo que tú eres. (San Agustín, In Jn, 27, 7.9).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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