«Hacia ti tengo los ojos levantados, Señor, hasta que te apiades de nosotros» (Salmo 123, 2).
Las lecturas del día llevan a reflexionar sobre las graves consecuencias del rechazar la palabra de Dios y sobre el deber de acogerla aun cuando llegue mediante mensajeros humildes y modestos.
La primera lectura (Ez 2, 2-5) recuerda la incredulidad de los hijos de Israel frente al profeta encargado de anunciar la destrucción de Jerusalén en castigo de sus pecados. Dios conoce la obstinación de ese pueblo «testarudo y obstinado» (ib 4) que hace tiempo se ha rebelado contra él, pero con todo les envía a Ezequiel: «Ellos, te hagan caso o no te hagan caso (pues son un pueblo rebelde), sabrán que hubo un profeta en medio de ellos» (ib 5). Palabras graves que dicen lo detestable de la rebeldía contra Dios, por la que el corazón se endurece y se hace refractario a cualquier llamada. Dios, sin embargo, no cesa de iluminar, y de enviar avisos por medio de sus profetas, pero precisamente la presencia de éstos y sus amonestaciones agravan el pecado del que persiste en su incredulidad. Situación por desgracia nada infrecuente, antes repetida de continuo en la historia, hasta cuando Dios envió a los hombres no a un profeta sino a su Hijo divino. «Vino a su casa, y los suyos no le recibieron», (Jn 1, 11).
Es lo que sucedió en Nazaret (Evangelio del día: Mc 6, 1-6), cuando se presentó Jesús en la sinagoga a predicar. Nazaret era su casa, su patria, donde había vivido desde la infancia, tenía los parientes y era bien conocido; esto debería haber facilitado más que en otra parte su ministerio, y en cambio, fue ocasión de rechazo. Tras un primer momento de estupor frente a su sabiduría y a sus milagros, los nazaretanos lo rechazan incrédulos: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María?... Y desconfiaban de él» (ib 3). Un orgullo secreto, rastrero y mezquino, les impide admitir que uno como ellos, criado a sus ojos y de profesión humilde, pueda ser un profeta, y aun nada menos que el Mesías, el Hiló de Dios. La modestia y la humildad de Jesús son el escándalo en que tropiezan cerrándose a la fe. Y Jesús observa con tristeza: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa» (ib 4). La incredulidad de los suyos le impide obrar en su patria los grandes milagros hechos en otras partes, porque Dios tita de su omnipotencia sólo en favor de los que creen. Pero alguno, probablemente entre los más humildes debió de tener fe también en Nazaret, porque Marcos apunta: «sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos» (ib 5). Esto demuestra que Jesús está siempre pronto a salvar a quien lo acepta como Salvador.
La
segunda lectura (2 Cr 12. 7-10) enlaza con la temática de las otras, esbozando,
a través de la confesión de S. Pablo, la conducta del profeta y apóstol. Aunque
enviado por Dios y dotado de gracias especiales, el profeta debe recordar que
no deja de ser un hombre débil como los demás. Pablo, consciente de «la
grandeza de las revelaciones» recibidas, acepta humildemente aquella «espina en
la carne» -tal vez una enfermedad o una tentación o una tribulación apostólica-
que Dios le ha enviado para que no se ensoberbezca (ib 7). «Espinas» semejantes
no faltan a nadie y el apóstol debe servirse de ellas para aumentar su humildad
y confianza en Dios: «Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así
residirá en mí la fuerza de Cristo» (ib 9). Más aún; en lugar de acobardarse
por las dificultades que encuentra, debe aceptarlas como un componente
indispensable de su misión: «Vivo contento en medio de mis debilidades, de los
insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por
Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (ib 10).
Hacia ti tengo los ojos levantados, tú que te sientas en los cielos; míralos, como los ojos de los siervos en la mano de sus amos. Como los ojos de una sierva en la mano de su señora, así nuestros ojos en el Señor nuestro Dios, hasta que se apiade de nosotros. (Salmo 123, 1-2).
Oh Señor, ilumínanos con la luz de la fe, disipando las tinieblas de este mundo; haz hijos de la gracia a los que estábamos condenados por la ley.
Has venido al mundo para ejercer un juicio, según el cual los que no ven están llamados a ver, y los que ven se tornan ciegos, de modo que quien confiesa las tinieblas de sus errores recibe la luz eterna y queda libre de las tinieblas del pecado. Los que se jactan de méritos personales, envueltos en su orgullo e injusticia, no se cuidan de recurrir a ti, Médico divino, que los puedes salvar, a ti, Jesús, que has dicho: Yo soy la puerta para ir al Padre.
Ven, pues, a nosotros, oh Jesús, a nosotros que
oramos en tu santuario; cúranos a todos. Presentamos nuestras heridas ante tu
majestad; cura nuestras enfermedades. Ven en nuestra ayuda, como tienes
prometido a los que te lo ruegan, tú que nos has hecho de la nada. Prepare un
colirio y toca los ojos de nuestro corazón y de nuestro cuerpo, no sea que
nuestra ceguera nos vuelva a hundir en las tinieblas del error. Bañamos tus
pies con nuestras lágrimas; no desprecies nuestra humillación. Oh buen Jesús,
que has venido a nosotros en humildad, no queremos ya abandonar tus pasos.
Escucha la oración de todos nosotros. Disipa la ceguera de nuestros pecados;
concédenos contemplar la gloria de tu rostro en la felicidad de la paz eterna.
(Cf. Priéres eucharistiques, 90).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
También puede escuchar una síntesis en
AUDIO haciendo clic AQUÍ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario