«¡Oh Jesús!, tú eres nuestra paz» (Ef 2,14).
En los domingos después de Pascua las lecturas del Antiguo testamento son sustituidas por los Hechos de los Apóstoles, que a través de la predicación primitiva testimonian la resurrección del Señor y demuestran cómo la Iglesia nació en nombre del Resucitado.
En la primera lectura de hoy Pedro presenta la resurrección de Jesús encuadrada en la historia de su pueblo como cumplimiento de todas las profecías y promesas hechas a los Padres: “El Dios de Abraham… el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato… Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos” (He 3, 13. 15.). Y por si su testimonio y el de cuantos vieron al Resucitado no fuera suficiente, nos ofrece una “señal” en la curación milagrosa del tullido que acaba de realizarse a la puerta del templo. Para hacer resaltar la Resurrección, Pedro no duda en recordar los hechos dolorosos que la precedieron: “vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Disteis muerte al príncipe de la vida” (ib 14-15).
Las acusaciones son apremiantes, casi despiadadas; pero Pedro sabe que él está también incluido en ellas por haber renegado del Maestro; lo están igualmente todos los hombres que pecando siguen negando al “Santo” y rechazando “al autor de la vida”, posponiéndole a las propias pasiones, que son causa de muerte. Pedro no ha olvidado su culpa que llorará toda la vida, pero ahora siente en el corazón la dulzura del perdón del Señor. Esto le hace capaz de pasar de la acusación a la excusa: “Ahora bien, hermanos, ya sé que por ignorancia habéis hecho esto, como también vuestros príncipes” (ib 17), y luego al llamamiento a la conversión: “Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (ib 19). Como él ha sido perdonado, también lo será su pueblo y cualquier otro hombre, con tal de que todos reconozcan sus propias culpas y hagan el propósito de no pecar más.
A esto mismo se refiere la conmovedora exhortación de Juan (segunda lectura): “Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis” (1 Jn 2, 1). ¿Cómo volverá al pecado quien ha penetrado en el significado de la pasión del Señor? Sin embargo, consiente de la fragilidad humana, el Apóstol prosigue: “Pero si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo” (ib). Juan, que había oído en el Calvario a Jesús agonizante pedir el perdón del Padre para quien lo había crucificado, sabe hasta qué punto Jesús defiende a los pecadores. Víctima inocente de los pecados de los hombres, Jesús es también su abogado más valedero, pues “el es la propiciación por nuestros pecados” (ib. 2).
El
mismo pensamiento se trasluce en el Evangelio del día. Apareciéndose a los
Apóstoles después de la Resurrección, Jesús les saluda con estas palabras: “La
paz sea con vosotros” (Lc 24, 36). El Resucitado da la paz a los Once atónitos
y asustados por su aparición, pero no menos llenos de confusión y de
arrepentimiento por haberlo abandonado durante la pasión. Muerto para destruir
el pecado y reconciliar a los hombres con Dios, él les ofrece la paz para
asegurarles su perdón y su amor inalterado. Y antes de despedirse de ellos los
hace mensajeros de conversión y de perdón para todos los hombres: “será
predicado en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas
las naciones, comenzando por Jerusalén” (ib 47). De esta manera la paz de Cristo
es llevada a todo el mundo precisamente porque “él es la propiciación por
nuestros pecados”. ¡Misterio de su amor infinito!
“¡Oh Cristo, nuestra Pascua!, te has inmolado por nuestra salvación. Rey de gloria, no cesas de ofrecerte por nosotros, de interceder por todos ante el Padre; inmolado, ya no vuelves a morir; sacrificado, vives para siempre”. (Cfr. Misal Romano, Prefacio Pascual, III).
“¿Qué nos darás, pues, Señor, qué nos darás? Os doy la paz, dice, mi paz os dejo (Jn 14,27). Eso me basta, Señor; te agradezco lo que me dejas y te dejo lo que retienes. Esta participación me agrada, y no dudo de que me es sumamente ventajosa… Quiero la paz, deseo tu paz, y nada más. Aquel a quien la paz no basta, tú mismo no le bastarás. Porque tú eres nuestra paz, pues nos has reconciliado contigo (Ef 2, 14). Eso me es necesario; a mi me basta estar reconciliado contigo, para estar reconciliado conmigo mismo porque desde que me hice tu contrario híceme también gravoso a mí mismo (Jb 7, 20). Cuidaré ya de no ser ingrato al beneficio de la paz que me has dado… Quede para ti, Señor, quede para ti toda la gloria; yo seré muy feliz si logro conservar la paz.
Líbrame, ¡oh, Señor! Del ojo soberbio y del corazón insaciable que busca inquieto la gloria que te pertenece a ti solo, no pudiendo por eso conservar la paz ni alcanzar la gloria eterna” (San Bernardo, en Comentario al Cantar de los Cantares 13, 4-5).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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