«¡Dichoso el que es perdonado de su culpa, y le queda cubierto su pecado!» (Salmo 32, 1).
La ley de Moisés prescribía: El leproso «habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada (Lv 13, 26). Precepto duro que se explica por la preocupación de evitar el contagio y por la idea que de la lepra tenían los hebreos como castigo de Dios a los pecadores. En consecuencia el leproso era huido de todos y tenido por «impuro», «herido» de Dios y maldito.
Jesús, venido a redimir al hombre del pecado y de sus consecuencias, tenía pleno derecho a contravenir la ley antigua y lo hace con el gesto resuelto de quien tiene plenos poderes. «Se acercó a Jesús un leproso suplicándole de rodillas: Si quieres puedes limpiarme» (Mc 1, 40). ¡Fe maravillosa! Aquel pobrecito, abandonado de los hombres y tenido por abandonado de Dios, tiene más fe que muchos que se consideran seguidores de Cristo. La fe auténtica no se pierde en razonamientos sutiles; tiene una lógica simplicísima: Dios puede hacer todo lo que quiere, basta, pues, que lo quiera. A la atrevida demanda que expresa una confianza ilimitada, Jesús responde con un gesto inaudito para un pueblo al que se le había prohibido cualquier contacto con los leprosos: «extendió la mano y lo tocó». Dios es señor de la ley y puede contravenirla. «Quiero -dice como calcando la expresión del leproso-; queda limpio» (ib 11).
Si acogiendo y tocando al leproso, Jesús contraviene la ley, luego la cumple diciendo: «ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés» (ib 44). La caridad puede legitimar las infracciones de determinados preceptos, pero no autoriza nunca la actitud de quienes, bajo pretexto de mayor libertad en el ejercicio del amor, querrían liberarse de toda ley. La primera ley, ciertamente la del amor, pero el amor no es auténtico si no va ordenado según Dios y si no pone a Dios y su voluntad por encima de todo.
Marcos
precisa que Jesús hizo el milagro «sintiendo lástima» (ib 41); frase que
retorna muchas veces en el Evangelio. Jesús tiene lástima de la lepra que
destroza el cuerpo, pero más aún de la que destroza las almas. Curando la
primera, demuestra que quiere y puede curar la segunda; así demuestra su misión
de Salvador, que él actuará plenamente cuando, tomando sobre sí la lepra del
pecado, aparecerá él también «despreciado y evitado de los hombres..., como un
leproso, herido de Dios y humillado» (Is 53, 3-4).
¡Dichoso el que es perdonado de su culpa y le queda cubierto su pecado! Dichoso el hombre a quien el Señor no imputa falta y en cuyo espíritu no hay fraude... Mi pecado te reconocí y no oculté mi culpa. Dije: Me confesaré al Señor de mis rebeldías. Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado. (Salmo 32, 1-2. 5).
Bienhechor de todos los que se vuelven a ti, luz de quien está en tinieblas, principio creador de todo germen, jardinero de todo crecimiento espiritual, ten piedad de mí, Señor, y haz de mí un templo sin mancha. No mires mis pecados. Si pones tus ojos en mis culpas, no podré resistir tu presencia; pero con tu inmensa misericordia y con tu compasión infinita borra mis manchas, por nuestro Señor Jesucristo, tu único Hijo, santísimo, médico de nuestras almas. (Oraciones de los primeros cristianos, 89).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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