«Señor, que escuche yo tu voz y no endurezca mi corazón» (Sal 95, 7-8).
«El Señor tu Dios suscitará, de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis... Pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande» (Deut 18, 15-18). Así lo prometió Dios a Moisés; y en realidad la serie de los profetas siguió ininterrumpida anunciando al mundo la palabra de Dios y se cerró con el que no es un profeta, sino el Profeta: Cristo Jesús. El no sólo tiene en la boca las palabras de Dios, sino que es su Palabra encarnada; «con su presencia y manifestación» (DV 4), con toda su vida y obras revela a Dios. Refiere a los hombres todo lo que el Padre le ordena, todo lo que ha oído al Padre (Jn 15, 15).
Marcos cuenta que cuando Jesús fue a la sinagoga de Cafarnaúm y «se puso a enseñar», sus oyentes «quedaron asombrados... porque les enseñaba como quien tiene autoridad». Hasta el espíritu inmundo presente en un pobre poseso lo advierte y, mientras grita para hacer callar a Jesús, no puede menos de reconocer en él al «Santo de Dios». Luego, cuando el Señor arroja al demonio liberando al poseso, el asombro de los presentes se trueca en temor. «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva expuesta con autoridad! Manda a los espíritus inmundos y le obedecen» (Mc 1, 21-28).
Jesús enseña una doctrina nueva: Piénsese, por ejemplo, en las bienaventuranzas, en el mandamiento del amor, en los consejos evangélicos. Y tiene un poder nuevo: arroja a los demonios sin recurrir a exorcismos, con un simple mandato que es inmediatamente eficaz. Él es el Hombre nuevo que renueva al mundo, precisamente porque es el Hombre-Dios. En él la revelación y la comunión de Dios con los hombres alcanza su grado máximo.
Esta
novedad y plenitud del don de Dios exige novedad y plenitud de respuesta de
parte del hombre. ¿Cómo regatear a Dios que se da tan plenamente a los hombres,
el derecho de primacía en su corazón y en su vida? Esto es un deber
indeclinable de todo creyente; si bien admite grados. San Pablo, observando que
los casados, sujetos a los deberes familiares, no pueden darse al servicio de
Dios con la libertad que los célibes, alaba y aconseja la virginidad que
permite ocuparse de las cosas de Dios con corazón indiviso y sin preocupaciones
(1Cor 7, 35). La virginidad consagrada es una forma típica de la novedad de la
respuesta que deben a Dios los seguidores de Cristo, y tienen al mismo tiempo
la función de recordar a todos los creyentes que el primer puesto en todo
pertenece a Dios.
Después de haber hablado en muchas veces y de muchos modos en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en la plenitud de los tiempos, oh Dios, nos has hablado por medio de tu Hijo, tu Verbo; por él fueron hechos los cielos y por el soplo de su boca todas sus mesnadas (Sal 33, 6). Hablar por medio de tu Hijo ha sido como manifestar a plena luz cuánto y cómo nos has amado. Tú no has perdonado a tu Hijo, sino que por nosotros todos has entregado al que nos ha amado y se ha ofrecido a sí mismo en sacrificio por nosotros.
Este es tu Verbo, Señor, la Palabra omnipotente que nos diriges. Ella, mientras el silencio envolvía todas las cosas —el silencio profundo del error— bajó del trono real (Sab 18, 14-15) para combatir con fuerza las tinieblas del pecado y traernos el amor. En todo lo que hizo, en todo lo que dijo sobre la tierra, hasta en los oprobios que soportó, hasta en los salivazos y bofetadas, hasta en la cruz y en el sepulcro, has querido hablarnos por tu Hijo, para suscitar y despertar con tu amor, nuestro amor hacia ti. (Guillermo de Stthierry, Tractatus de contemplando Deo, 6, 12-13).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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