«Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3, 10).
Como el joven Samuel de que habla la Biblia, debe el cristiano estar siempre pronto a cualquier llamada de Dios. Pero es verdad que no es siempre fácil reconocer la voz del Señor. Samuel la reconoció sólo después de ser instruido por el sacerdote Elí al que había recurrido y quien le sugirió cómo portarse: «Si te llaman dirás: "Habla, Señor, que tu siervo escucha"» (1 Sam 3, 9). Aun cuando Dios llama directamente a los particulares, quiere que éstos recurran a la Iglesia para ser instruidos sobre el sentido de sus llamadas, y ella tiene el cometido de reconocer e interpretar las inspiraciones divinas. Supuesto lo dicho, la disposición fundamental para acoger la llamada de Dios es la prontitud y la disponibilidad, es el deseo de conocer y seguir al Señor.
El Evangelio nos ofrece un ejemplo típico de ello en la vocación de Juan y de Andrés. No son llamados directamente por Dios, sino a través de un intermediario, el Bautista, su maestro. Un día le oyen decir refiriéndose A Jesús: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36); en estas palabras reconocen el anuncio del Mesías tan esperado, y le siguen inmediatamente. Quieren reconocerlo, saber dónde mora, y se van con él: «y se quedaron con él aquel día» (ib. 39).
Impresiona la rectitud y el desinterés del Bautista que no se cuida de hacer prosélitos, sino de anunciarles el Mesías y encaminarlos a él, totalmente fiel a su misión de «voz» que prepara los caminos del Señor (ib. 23) y luego desaparece en el silencio. Pero impresiona también la presteza con que Juan y Andrés dejan al antiguo maestro y siguen a Jesús. Han sabido que es el Mesías y eso basta para que vayan en su seguimiento y procuren atraer a él a otros, como hace al punto Andrés llamando a su hermano Simón.
Todo
cristiano es un llamado -cada cual según su estado de vida- a seguir a Cristo,
a la santidad, al apostolado. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de
Cristo?» (1 Cor 6, 15); justamente en virtud de su pertenencia al Cuerpo
místico de Cristo, debe el cristiano ser santo y secuaz de Cristo. Lo mismo que
el miembro impuro, así también el que no es santo deshonra a la cabeza y daña a
todo el cuerpo. En cambio, el miembro santo honra a Cristo, es útil a la
santificación del cuerpo y colabora con Cristo mismo en la salvación de los
hermanos.
¡Qué bueno eres, mi Señor Jesús, queriendo llevar este nombre de Cordero de Dios, el cual significa que eres víctima como el cordero, y dulce como el cordero..., y que perteneces a Dios, es decir, que todo lo que haces lo haces por Dios!
También nosotros somos víctimas a ejemplo tuyo, oh amado Jesús, víctimas por tu amor, holocaustos que arden en honor tuyo por medio de la mortificación y de la oración, derramándonos en renuncia absoluta de nosotros mismos para ti solo, olvidándonos del modo más radical y dedicando todos nuestros instantes al esfuerzo de agradarte lo más posible...
Debemos ser, como tú, «víctimas para la redención de muchos», uniendo para la santificación de los hombres nuestras plegarias a las tuyas, nuestros sufrimientos a los tuyos, abismándonos a tu ejemplo en la mortificación, para ayudarte eficazmente en tu obra redentora, porque el sufrimiento es la condición sine qua non para, hacer bien al prójimo: «Si el grano de trigo no muere, no lleva fruto...»
¡Oh Jesús!, tu primera palabra a los discípulos es: «Venid y veréis», esto es: «Seguid y mirad., o sea: «imitad y contemplad.... La última es: «Sígueme... ¡Qué tierna, dulce, saludable y amorosa es esta palabra: «Sígueme», esto es, «imítame»!... ¿Qué cosa más dulce puede oír el que ama? ¿Qué cosa más saludable desde el momento que la imitación está tan íntimamente unida al amor? (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el Evangelio).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO
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