«Exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1, 47).
«Altamente me gozaré en Yahvé, y mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me vistió de vestiduras de salvación y me envolvió en manto de justicia» (Is 61, 10). El canto de alegría de Jerusalén salvada y reconstruida después del destierro, se aplica a la Iglesia que se alegra y da gracias por la salvación traída por Cristo. La misión del Salvador es así delineada en la profecía de Isaías: «El espíritu de Dios, Yahvé, está sobre mí, pues Yahvé me ha ungido, me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados» (lb. 1). Cuando Jesús en la sinagoga de Nazaret leyó este pasaje, se lo aplicó a sí mismo (Lc 4, 17-21), pues de hecho sólo en él se cumplió plenamente esa profecía.
Sólo Cristo tiene un poder de salvación universal que no se limita a sanar las miserias de un pequeño pueblo; sino que se extiende a curar las de toda la humanidad, sobre todo liberándola de la miseria más temible, que es el pecado, y enseñándole a transformar el sufrimiento en medio de felicidad eterna. Bienaventurados los pobres, los afligidos, los hambrientos, los perseguidos «porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 10). Este es el sentido profundo de su obra redentora, y de él deben hacerse mensajeros los creyentes haciéndolo comprensivo a los hermanos y ofreciéndose con generosidad para aliviar sus sufrimientos. Entonces la Navidad del Salvador tendrá un sentido aún para los que se hallan lejanos y llevará la alegría al mundo.
En la segunda lectura San Pablo nos recuerda precisamente esa misión de bondad y de alegría confiada a los cristianos: «Hermanos, estad siempre gozosos... Probadlo todo y quedaos con lo bueno. Absteneos hasta de la apariencia de mal». (1 Ts 5, 16-22). No sólo las acciones malas son reprobables, sino también la omisión de tantas obras buenas que no se cumplen por egoísmo, por frialdad o indiferencia hacia el prójimo necesitado. Pero para estar siempre dispuesto a hacer bien a todos, hay que vivir en comunión con Jesús, dejándose penetrar por sus sentimientos de bondad, de amor y de misericordia. Y la oración es el punto culminante de esta comunión, como el Apóstol nos dice: «Orad sin cesar» (ib. 17).
La fe viva del creyente y su bondad activa para con los hermanos son medios poderosos para dar testimonio de Cristo y hacerlo conocer al mundo. Todavía resuena, dolorosamente actual, la palabra del Bautista: «En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis» (Jn 1, 26). Jesús está en medio de nosotros en su Iglesia, en la Eucaristía, en la gracia por la cual está presente y operante en los bautizados; pero el mundo no lo conoce; y esto no sólo porque cierra los ojos, sino también porque hay muy pocos que dan testimonio del Evangelio vivido, de una bondad que revele a los demás la bondad del Salvador.
Y
hasta los mis mismos fieles lo conocen poco porque su unión con él es
superficial, poco nutrida de oración, y privada de intimidad, y porque no lo
saben reconocer donde él se esconde: en los pobres, en los afligidos, en
quienes sufren en el cuerpo y en el espíritu. En el Adviento se nos presenta el
Bautista como modelo de testimonio de Cristo; con fe vigorosa, con vida
austera, desinterés, humildad y caridad ha venido «a dar testimoni6 de la luz,
para testificar de ella y que todos creyeran por él». (ib 7).
“Ve, Señor, a tu pueblo que espera con fe el nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante”. (Misal Romano, Colecta).
“¡Oh inestimable caridad de este Maestro!, el cual viendo que el agua de los santos Profetas no era agua viva que nos pudiese dar la vida, sacó de sí mismo y nos ofreció el Verbo encarnado su Hijo unigénito, y le puso en mano todo su poder y lo hizo piedra angular de nuestro edificio, sin el cual no podemos vivir. Y es tan dulce, que toda cosa amarga se nos vuelve dulce con su dulzura”. (Santa Catalina de Siena, Epistolario).
“A los hombres nos es necesaria tu venida, ¡oh Salvador nuestro!, nos es necesaria tu presencia, ¡oh Cristo! Y ojalá que de tal manera vengas, que por tu copiosísima dignación, habitando en nosotros por la fe, ilumines nuestra ceguedad; permaneciendo con nosotros, ayudes nuestra debilidad, y estando por nosotros, protejas y defiendas nuestra debilidad. Si tú estás en nosotros, ¿quién nos engañará? Si estás con nosotros, ¿qué no podremos en el Señor que nos conforta? Si estás por nosotros, ¿quién podrá nada contra nosotros?... Precisamente para esto vienes al mundo: para que, habitando en los hombres, con los hombres y por los hombres, se iluminen nuestras tinieblas, se suavicen nuestros trabajos y se aparten nuestros peligros”. (Cfr. San Bernardo, En el adviento del Señor).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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