«Haznos ver, ¡oh Señor!, tu piedad y danos tu ayuda salvadora» (Salmo 85, 8).
De la liturgia del Adviento se levanta un grito poderoso llamando a todos los hombres a preparar los caminos del Señor que debe venir. Ya se levantó en el Antiguo Testamento por boca de Isaías: «Una voz grita: Abrid camino a Yahvé en el desierto, enderezad en la estepa una calzada a nuestro Dios. Que se alcen todos los valles y se rebajen todos los montes y collados» (Is 40,3-4). El objeto inmediato de esta profecía era la vuelta de Israel del destierro, que se había de cumplir bajo la guía de Dios, presentado y esperado como salvador de su pueblo y para el cual había que preparar el camino a través del desierto.
Pero como a objeto último la profecía se refiere a la venida del Mesías que libertará a Israel y a la humanidad entera de la esclavitud del pecado. El será el pastor «que apacentará su rebaño y lo reunirá con su brazo; él llevará en su seno a los corderos y cuidará a las ovejas paridas» (lb. 11). Hermosa figura de Jesús buen pastor que amará a sus ovejas hasta dar la vida por ellas.
El grito de Isaías es repetido y transmitido en el Evangelio por Juan Bautista, definido como «voz de quien grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos». (Mc 1, 3). Así presenta el evangelista Marcos al precursor que bautiza «en el desierto, predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados» (ib. 4). La figura austera del Bautista avala su predicación: invita a los hombres a preparar el camino del Señor, pero sólo después de haberla preparado él en sí mismo retirándose al desierto y viviendo separado de todo lo que no era Dios, «llevaba un vestido de pelos de camello... y se alimentaba de langostas y miel silvestre. (ib. 6).
El ruido de fiestas y la molicie de la vida no son el ambiente favorable ni para anunciar ni para escuchar la llamada a la penitencia. Quien predica debe hacerlo más con la vida que con las palabras; quien escucha, debe hacerlo en un clima de silencio, de oración y de mortificación. De esta manera se dispondrá el creyente a conmemorar la venida del Señor en la carne, para recibir con mayor plenitud la gracia de la Navidad.
Pero al mismo tiempo se preparará para la venida del Señor en la gloria, a la cual hay que disponerse «con santa conducta y con piedad» (2 Pe 3, 11-12). La espera de la parusía hacía impacientes a los primeros cristianos, mientras otros, viendo su tardanza, se burlaban de ella y se daban a una vida fácil y desenvuelta. Por lo cual san Pedro recuerda a todos que Dios no mide el tiempo como los hombres: para él «mil años son como un solo día» (ib. 8). Y si la última venida de Cristo se retrasa, no es porque Dios no sea fácil a sus promesas, sino porque pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia» (lb. 9).
La misericordia divina es la que prolonga los tiempos, y cada uno debe aprovecharse de ello para la propia conversión y la cooperación a la de los demás. En vez de dejarse absorber por las vicisitudes terrenas, el creyente debe vivirlas con el corazón enderezado hacia «el día del Señor», que llegará ciertamente, pero «como ladrón» (ib. 10). Por eso procurará «ser hallado limpio e irreprochable» (ib. 14) para aquel día y antes para el fin de su vida personal; entonces la vida terrena cederá el lugar a la vida eterna, don de Cristo Salvador a cuantos creen en él.
“Señor, Dios todopoderoso, que nos mandas abrir camino a Cristo, el Señor, no permitas que desfallezcamos en nuestra debilidad los que esperamos la llegada saludable del que viene a sanarnos de todos nuestros males.
Señor, que tu pueblo permanezca en vela aguardando la venida de tu Hijo, para que siguiendo sus enseñanzas salgarnos a su encuentro, cuando él llegue, con la lámpara encendida”. (Misal Romano, Colectas del miércoles y viernes de la II semana de Adviento).
“Nuestros primeros padres en la fe te esperaban, oh Señor, como a la aurora. Tú vendrás al fin de los siglos, cuando quieras, y todo estará dispuesto para el juicio final. ¿Qué debes poner todavía en mis manos y cuál será mi suerte eterna?
Tú me otorgarás el perdón y también la perseverancia, este don sublime que escondes como una perla bajo la aspereza de la muerte, que es el sello libertador de tus elegidos. Yo la espero y debo prepararme mejor para recibirla.
Dios mío, por tu venida definitiva, suprime en mí el pecado que estorba tu obra; destruye todo lo que hace de impedimento, triunfa de toda debilidad y ven a tu hora, como un Señor por largo tiempo deseado”. (P. Charles, La prière de toutes les heures, Paris, Desclée de Brouwer, 1941).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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