“Señor, te ruego hagas venir sobre mí el espíritu de sabiduría” (Sb 7, 7).
La sabiduría que procede de Dios y se orienta a la salvación: tal es el mensaje de la Liturgia del día. La primera lectura (1 Re 3, 5. 7-12) reproduce la hermosa oración de Salomón a Dios, que apareciéndosele en sueños le había invitado a pedirle lo que deseara. Con gran tino el rey pidió “un corazón dócil” para gobernar a su pueblo, capaz por tanto de “discernir el mal del bien” (ib 9). En suma pedía la sabiduría. Esto agradó al Señor, que se la concedió junto a otros bienes. Por desgracia el fin de este gran rey no fue semejante a su comienzo; con todo, su sabia petición continúa indicando que la verdadera sabiduría vale más que todos los tesoros de la tierra y que sólo Dios puede concederla.
El Evangelio del día (Mt 13, 44-52), relatando las últimas parábolas del Reino, muestra a Jesús -Sabiduría encarnada- que enseña a los hombres la sabiduría necesaria para la conquista del Reino de los cielos. Su enseñanza en forma de parábolas es particularmente viva y apta para mover la mente y el corazón y, por tanto, para inducir a la acción. Jesús compara el Reino de los cielos a “un tesoro escondido, en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo” (ib 44). O bien a “un comerciante en perlas finas, que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra” (ib 45-46). En ambos casos tenemos el descubrimiento de un tesoro: en el primero, hallado por casualidad; en el segundo, buscado a propósito. En los dos el que lo encuentra se apresura a vender cuanto posee para conseguirlo.
El Reino de los cielos -el Evangelio, el cristianismo, la gracia, la amistad con Dios- es el tesoro escondido, pero presente en el mundo; muchos lo tienen cerca, pero no lo descubren, o bien, descubierto, no saben valorarlo en lo que se merece y lo descuidan, prefiriendo a él el reino terrenal: los goces, riquezas y satisfacciones de la vida terrena. Sólo quien tenga el corazón dócil para “discernir el mal del bien” (1 Re 3, 9), lo eterno de lo transitorio, la apariencia de la sustancia, sabrá decidirse “a vender todo lo que tiene” para adquirirlo.
Jesús no pide poco al que quiere alcanzar el Reino, lo pide todo. Pero es también cierto que no le promete poco; le promete todo: la vida eterna y la eterna y beatificante comunión con Dios. Si para conservar la vida terrena está dispuesto el hombre a perder todos sus bienes, ¿por qué no deberá hacer otro tanto, y aún más, para asegurarse la vida eterna?
También la parábola de la red llena de toda clase de peces, que al término de la pesca son seleccionados, tirándose los malos afuera (Mt 13, 47-48), lleva la misma conclusión. No son las situaciones temporales las que importan, sino las finales, definitivas y eternas; pero éstas las prepara en el tiempo el que obra con verdadera sabiduría. Para aprenderla no basta escuchar las parábolas; hay que comprenderlas: ¿Entendéis bien todo esto? (ib 51) preguntaba Jesús a su auditorio. Entender no sólo de modo abstracto y genérico, sino en relación consigo mismo y con la vida y circunstancias personales.
El
que entiende de esta manera, viene a ser el discípulo que compara Jesús a “un
padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo” (ib 52), es
decir, sabe hallar sea en el Evangelio -lo nuevo- sea en el Antiguo Testamento
-lo viejo- la norma sabia para su conducta. Entonces ni las renuncias
necesarias para conquistar el Reino, ni las adversidades de la vida le
asustarán, porque habrá comprendido que lo que cuenta no es la felicidad
terrena sino la eterna, y estará convencido de que “a los que aman a Dios todo
les sirve para el bien” (Rm 8, 28 - segunda lectura).
“Oh Dios, protector de los que en ti esperan; sin ti nada es fuerte ni santo. Multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia, para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros, que podamos adherirnos a los eternos” (Misal Romano, Oración Colecta).
“Haz, Señor, que me vuelva hacia las cosas con amor ordenado, apartando la mirada de la tierra y dirigiéndola al cielo, usando de este mundo como si no usase y discerniendo con cierto íntimo sabor de la mente las cosas de que servirme y de que gozar, para que me ocupe de las cosas transitorias provisionalmente y sólo lo necesario, y abrace en cambio con deseo eterno las realidades eternas.
¡Oh Verdad, patria de los desterrados y término de su exilio! Te veo, pero no puedo entrar; la carne me tiene prisionero. No soy digno de ser admitido: llevo la marca del pecado. ¡Oh Sabiduría, que te extiendes de un extremo al otro de la tierra, para gobernarlo todo con fuerza, y lo dispones todo suavemente para satisfacer y ordenar los afectos!, dirige nuestras acciones según las necesidades de nuestra vida temporal y regula nuestros afectos según las exigencias de tu verdad eterna, para que cada uno de nosotros pueda sin temor gloriarse en ti y decir: Señor, has ordenado en mí la caridad. Pues tú eres la virtud de Dios y la sabiduría de Dios, oh Cristo esposo de la Iglesia, Señor nuestro, Dios bendito sobre todas las cosas por los siglos” (San Bernardo, in Cantica, Cántico 50, 8).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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