«El Señor ha tenido misericordia de nosotros» (Introito).
«Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros». El canto de entrada de la Misa nos introduce directamente en la consideración del gran misterio de la Santísima Trinidad, poniendo de relieve su aspecto esencial: el amor. El amor ilumina el misterio trinitario en cuanto que Dios es amor siempre en acto, que engendra, se da, se comunica. El Padre engendra desde la eternidad a su Verbo -el Hijo- en el cual le expresa todo él comunicándole toda su divinidad; el Padre y el Hijo se dan y se poseen mutuamente en un acto de amor infinito, en una comunión perfecta y sustancial que es el Espíritu Santo. Pero el amor de Dios no se queda encerrado en el seno de la Trinidad sacrosanta, del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, «porque ha tenido misericordia de nosotros».
Al inclinarse sobre el hombre, el amor divino adquiere un matiz particular, el de la misericordia: «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (1ª lectura: Ex 34, 4b-6. 8-9). Esta conmovedora declaración es la respuesta de Dios a la súplica lastimera de Moisés en demanda de perdón por la infidelidad del pueblo que había adorado el becerro de oro. Ante el arrepentimiento y la oración Dios perdona, renueva su alianza con Israel y le conserva su gracia, accediendo a la nueva petición: «que mi Señor vaya con nosotros» (ib 9). De hecho, Dios había «ido» siempre con su pueblo durante la larga peregrinación por el desierto, haciéndose presente en la nube que lo guiaba o en la tienda de reunión; Dios no privará a Israel, arrepentido, de ese privilegio, máxima expresión de su misericordia.
Pero en la plenitud de los tiempos Dios hará mucho más: vendrá en persona a morar entre los hombres; y lo hará enviando a su Hijo a salvarlos: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (Evangelio: Jn 3, 16- 18). Con la encarnación del Hijo, efectuada por voluntad del Padre y por obra del Espíritu Santo, el amor de Dios al hombre se manifiesta del modo más elocuente y al mismo tiempo se revela su misterio trinitario. Toda la Trinidad está a la obra en favor del hombre creado a su imagen y destinado a participar de su vida divina. El hombre pecó, pero Dios no lo dejó perecer: lo salva la misericordia del Padre, la sangre del Hijo y la efusión del Espíritu Santo. Para entrar en la órbita de la salvación, tiene el hombre que creer en el amor de Dios-Trinidad y lo tiene que reconocer en Cristo que lo encarna y ha sido enviado «para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna» (ib). Creer en Cristo es creer en la Trinidad: en el Padre que lo envió y en el Espíritu Santo que lo guió en el cumplimiento de su misión. El misterio trinitario es la fuente del misterio de Cristo, de la salvación universal y de la vida cristiana.
Se
comprende entonces la hermosa fórmula trinitaria de San Pablo que concluye la
segunda carta a los Corintios: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor
del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros» (13, 13;
2ª lectura). El Apóstol urgirá a todos la gracia de la salvación merecida por
Cristo, el amor del Padre que es su causa y la comunión del Espíritu Santo por
el que la gracia del amor se derrama en el corazón de los creyentes y estos son
asumidos en la comunión del Padre y del Hijo. Así el hombre por medio de Cristo
entra en la comunión de la vida trinitaria, vida de amor y de comunión con las
tres Personas divinas que moran en él. Más aún; está también invitado a
expresar esta su comunión personal con la Trinidad en las relaciones con el
prójimo mediante un amor sincero, fuente de paz, de acuerdo y de comunión con
todos.
“Dios, Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio; concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad topoderosa”. (Misal Romano, Colecta).
“¡Oh Trinidad eterna, oh Deidad, cuya naturaleza divina dio valor a la sangre de tu Hijo! Tú, Trinidad eterna, eres mar profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro, más te busco. Hartas insaciablemente, porque el alma en tu abismo se sacia sin saciarse nunca y le queda siempre más hambre de ti, sed de ti, Trinidad eterna, deseando verte en la luz con tu misma luz. Como desea la cierva la fuente del agua viva, así mi alma desea salir de la cárcel del cuerpo tenebroso y verte a ti en verdad. ¿Por cuánto tiempo estará escondido a mis ojos tu rostro?
¡Oh Trinidad eterna, fuego y abismo de caridad! Disipa para siempre la nube de mi cuerpo. El conocimiento que de ti me has dado en tu verdad no constriñe a desear dejar ya la pesadez de mi cuerpo y dar la vida para alabanza y gloria de tu nombre, porque he gustado y he visto con la luz de la inteligencia en tu luz tu abismo, Trinidad eterna, y la belleza de tu criatura” (Santa Catalina de Siena, Diálogo 167).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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