«Te alabo, Señor, porque has salvado la vida de un pobre de manos de los malhechores» (Jr 20, 13).
Ningún profeta tal vez ha sufrido tanto como Jeremías. De carácter tímido y manso, inclinado a la vida tranquila, tembló de miedo frente a la misión de llevar la Palabra de Dios a un pueblo obstinado y rebelde. Su ánimo sensibilísimo estaba exacerbado por el permanente enfrentamiento y las continuas luchas y persecuciones que tenía que sufrir de parte de su pueblo, mientras procuraba salvarlo a toda costa. Sin embargo, la fuerza de la divina llamada prevaleció, y Jeremías tuvo el coraje de afrontar una vida de riesgos y combates interminables. La fe y la confianza en Dios lo sostenían: «El Señor está conmigo cual campeón poderoso... Oh Señor..., a ti he encomendado mi causa» (Jr 20, 11-12). Las vicisitudes de este profeta, tan humano en la manifestación de sus sufrimientos íntimos, pueden servir de aliento para tantos apóstoles expuestos también hoy a duras luchas. Pero ellos, más felices que Jeremías, tienen para su consuelo el ejemplo y las enseñanzas de Jesús, de quien Jeremías es figura.
Al confiar a los Doce la misión de predicar la Buena Noticia, Jesús les previno de los riesgos que encontrarían: «os entregarán a sus tribunales y os azotarán en sus sinagogas, y por mí os llevarán ante gobernadores y reyes» (Mt 10, 17-18). Todo esto es duro, pero no debe causar maravilla, pues el discípulo no puede tener una suerte mejor que la de su maestro. «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). Cuando los apóstoles vean a Jesús arrastrado a los tribunales, abofeteado, coronado de espinas, condenado a muerte y crucificado, comprenderán el alcance de sus palabras y más tarde, iluminados por el Espíritu Santo, comprenderán que si es forzoso compartir, le suerte del Maestro, es también un honor.
Por otra parte, ¿qué se puede temer de los hombres? Ellos podrán mofarse, perseguir, privar de los bienes terrenos, poner en prisión y hasta dar muerte; pero no es ése el mal peor. Dice Jesús en efecto: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquél que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28). En ciertos casos el creyente puede encontrarse frente a una alternativa extrema: o renegar de la fe por miedo a los hombres, y perder el alma; o pera no apartarse de Cristo afrontar daños graves o la misma muerte, y asegurarse así la vida eterna. El martirio, acto supremo de amor a Dios, es un deber para todo cristiano cuando el huirlo signifique renegar de la fe.
Para
que sus discípulos no se sientan abandonados en sus luchas y persecuciones,
Jesús les alienta hablándoles de la Providencia del Padre celestial que está
presente en las circunstancias más insignificantes de la vida de su criatura.
Si no se descuida él ni siquiera de un pájaro, ¿podrá olvidarse de sus hilos
expuestos a peligros por su amor? «No temáis, pues, vosotros valéis más que
muchos pajarillos» (ib 31). Y como el Padre celestial se interesa por ellos,
así Cristo un día saldrá también de testigo en su favor delante del Padre como
para recompensar su testimonio delante de los hombres. «A todo aquel que se
declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él delante de mi
Padre que está en los cielos» (ib 32).
Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo...
Ahora empiezo a ser discípulo. Que ninguna cosa, visible ni invisible se me oponga, por envidia, a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz, y manadas de fieras, quebrantamiento de mis huesos..., tormentos atroces del diablo, vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo... De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. A Aquel quiero que murió por nosotros; a Aquel quiero que por nosotros resucitó... Dejadme contemplar la luz pura; llegado allí, seré de verdad hombre. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios. (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, 4-6).
Oh Señor, tú manifiestas de continuo en nuestra debilidad que eres fuerte; has concedido a tu Iglesia crecer en medio de las vicisitudes; cuando parece oprimida, se levanta más vigorosa, porque las pruebas son experiencias de la fe. Y después de que haya perseverado con fidelidad en la vida presente, da, Señor, a tu Iglesia la gloria. (Oraciones de los primitivos cristianos, 319).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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