“Se eleva Dios entre aclamaciones. ¡Cantad a Dios cantadle! ¡Cantad a nuestro Rey, cantadle! Porque él es Rey de toda la tierra! (Salmo 47, 6-8)
La Ascensión del Señor es el coronamiento de su Resurrección. Es la entrada oficial en la gloria que correspondía al Resucitado después de las humillaciones del Calvario; es la vuelta al Padre anunciada por él en el día de Pascua: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 30, 17), había dicho a María Magdalena. Y a los discípulos de Emaús: “¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?” (Lc 24, 26). Tal modo de expresarse indica no sólo una vuelta y una gloria futuras, sino inmediatas y ya presentes en cuanto estrechamente ligadas a la Resurrección. Sin embargo, para confirmar a los discípulos en la fe, era necesario que esto sucediese de manera visible, como se verificó cuarenta días después de la Pascua. Los que habían visto morir al Señor en la cruz entre insultos y burlas, debían ser los testigos de su exaltación suprema a los cielos.
Los evangelistas refieren el hecho con mucha sobriedad, y sin embargo su narración hace resaltar el poder de Cristo y su gloria: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”, se lee en Mateo (28, 18); y Marcos añade: “El Señor Jesús… fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios” (16, 19). A su vez Lucas recuerda la última bendición de Cristo a los apóstoles: “Mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo” (24, 51). También en los últimos discursos brilla su majestad divina. Habla como quien todo lo puede y anuncia a sus discípulos que en su nombre “echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieran ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos se encontrarán bien” (Mc 16, 17-18).
Los Hechos de los Apóstoles atestiguan la verdad de todo esto. Y Lucas, tanto en la conclusión de su Evangelio como en los Hechos, habla de la gran promesa del Espíritu Santo que confirma a los apóstoles en la misión y en los poderes recibidos de Cristo: “Yo os envío lo que mi Padre os ha prometido” (Lc 24, 49); “recibiréis el poder del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos… hasta el extremo de la tierra. Diciendo esto, fue arrebatado a vista de ellos, y una nube le sustrajo a sus ojos” (Hc 1, 8-9). Espectáculo maravilloso que dejó a los apóstoles atónitos, “fija la vista en él”, hasta que dos ángeles vinieron a sacarles de su asombro.
El cristiano está llamado a participar de todo el misterio de Cristo y por lo tanto también de su glorificación. El mismo lo había dicho: “Voy a prepararos el lugar. Y cuando yo me haya ido… volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-3). La Ascensión constituye por lo tanto un gran argumento de esperanza para el hombre que en su peregrinación terrena se siente desterrado y sufre alejado de Dios. Es la esperanza que san Pablo invocaba para los Efesios y quería que estuviera siempre viva en sus corazones: “El Dios de nuestro Señor Jesucristo y Padre de la gloria… ilumine los ojos de vuestro corazón, para que entendáis cuál es la esperanza a que os ha llamado” (Ef 1, 17-18). ¿Y en qué fundaba el apóstol esta esperanza? En el gran poder de Dios “que él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo principado y potestad (o sea, de los ángeles)… y de todo cuanto tiene nombre” (ib. 20-21).
La gloria de Cristo levantado por encima de toda criatura es, en el pensamiento paulino, la prueba de lo que Dios hará a favor de aquellos que, unidos a Cristo con la fe y perteneciéndole como miembros de un solo cuerpo del que él es la cabeza, compartirán su suerte. Esto lleva consigo el cristianismo auténtico: creer y nutrir la firme esperanza de que, así como hoy el creyente en las tribulaciones de la vida toma parte en la muerte de Cristo, también un día tendrá parte en su gloria eterna.
Pero
los ángeles, que en el monte de la Ascensión dicen a los Apóstoles: “Ese Jesús
que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto
ir al cielo” (Hc 1, 11), amonestan a los creyentes a poner manos a la obra
mientras esperan la venida final de Cristo. Con la Ascensión termina la misión
terrena de Cristo y comienza la de los discípulos. “Id -les había dicho el
Señor- enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19); tienen que continuar perennemente en el
mundo su obra de salvación predicando, administrando los sacramentos, enseñando
a vivir según el Evangelio. Sin embargo, Cristo, quiere que esto sea precedido
y preparado por una pausa de oración en la espera del Espíritu Santo que deberá
confirmar y corroborar a sus apóstoles. La vida de la Iglesia comienza de esta
manera, no con la acción sino con la oración, “al lado de María, la Madre de
Jesús” (Hc 1, 14).
Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y él que es la cabeza de la Iglesia, nos ha precedido en la gloria a la que somos llamados como miembros de su cuerpo (Oración Colecta, Misal Romano).
Señor Jesús, rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, has ascendido hoy ante el asombro de los ángeles, a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No te has ido para desentenderte de este mundo, sino que has querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de tu Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirte en tu reino (Cfr. Prefacio I, Misal Romano).
“Levantado sobre los cielos, ¡oh, Dios!... tú que permaneciste encerrado en el seno de una madre, que fuiste formado de lo que tú mismo formaste… tú a quien el viejo Simeón conoció pequeño y proclamó grande, que la viuda Ana vio lactante y reconoció omnipotente; tú que sufriste el hambre y la sed por nosotros, que te fatigaste en tus peregrinaciones por nosotros… tú, arrestado, atado, flagelado, coronado de espinas, atado al leño de la cruz, atravesado por una lanza; tú muerto y sepultado, levantado al cielo, ¡oh, Dios!” (San Agustín, Sermón 262, 4).
Tu resurrección, oh Señor, es nuestra esperanza, tu ascensión es nuestra glorificación… Haz que ascendamos contigo y que nuestro corazón se eleve hacia ti. Pero, haz que levantándose, no nos enorgullezcamos ni presumamos de nuestros méritos como si fuesen de nuestra propiedad; haz que tengamos el corazón en alto, pero junto a ti, porque elevar el corazón no siendo hacia ti, es soberbia, elevarlo a ti, es seguridad. Tú ascendido al cielo te has hecho nuestro refugio…
¿Quién es
ese que asciende? El mismo que descendió. Has descendido por sanarme, has
ascendido para elevarme. Si me elevo a mí mismo caigo; si me levantas tú,
permanezco alzado… A ti que te levantas digo: Señor, tú eres mi esperanza, tú
que asciendes al cielo; sé mi refugio”. (San Agustín, Sermón 261, 1).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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