“Venid y ved las maravillas de Dios” (Sal 65, 5).
Acercándose ya la fiesta de Pentecostés, la liturgia de la Palabra se centra en la promesa del Espíritu Santo y en su acción en la Iglesia.
La noche de la última Cena Jesús decía a los suyos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre” (Jn 14, 15-16). La observancia de los mandamientos como prueba de amor auténtico -recomendada repetidas veces en el discurso de la Cena- es puesta por Jesús como condición para recibir al Espíritu Santo. Solamente quien vive en el amor y por lo tanto en el cumplimiento del querer divino, es apto para acoger al Espíritu Santo que es el Amor infinito hecho persona.
Puesta esta premisa, Jesús mismo, vuelto al Padre, enviará a los suyos “otro Paráclito” (abogado, defensor) que le sustituirá ante sus discípulos y se quedará para siempre con ellos y con toda su Iglesia. Siendo “Espíritu”, su presencia y su acción serán invisibles, absolutamente espirituales. El mundo sumergido en la materia y entenebrecido por el error no podrá conocerlo ni recibirlo, pues está en entera oposición con el “Espíritu de verdad”. Por el contrario, los discípulos, afinados y purificados en el contacto de Jesús, lo conocerán, mejor dicho lo conocen ya porque está en medio de ellos (ib. 17) presente y operante en Cristo.
Pero en el día de Pentecostés el Espíritu bajará directamente sobre los discípulos; serán íntimamente transformados por él, y así en él encontrarán a Cristo. “No os dejaré huérfanos -dijo el Señor-, vendré a vosotros” (ib 18), aludiendo a su vuelta invisible, pero real, mediante su Espíritu, con el cual continuará asistiendo a su Iglesia. Entonces se cumplirán sus palabras: “En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros” (ib 20). Al Espíritu Santo, en efecto, es confiada la misión de iluminar a los creyentes acerca de los grandes misterios ya anunciados por Jesús.
Bajo su influjo conocerán el misterio por el cual Cristo, Verbo eterno, Dios como el Padre y el Espíritu Santo, está en el Padre y en el Espíritu Santo, comprenderán que por la Unidad y la Trinidad de Dios, las tres Personas divinas son inseparables: donde está una, están también las otras dos. Y comprenderán que, viviendo en Cristo, como los sarmientos en la cepa, entrarán en comunión con la Trinidad. Verdades sublimes no reservadas a grupos privilegiados, sino patrimonio de todos los creyentes; a todos ha prometido y enviado Jesús su Espíritu para que puedan comprenderlas y vivirlas.
Los
Hechos de los Apóstoles (primera lectura) demuestras cómo desde el principio de
la Iglesia se preocupaban los apóstoles de que los bautizados recibieran el
Espíritu Santo. Típico es el episodio de Pedro y Juan que a tal fin se
trasladan a Samaría donde el diácono Felipe había anunciado ya el Evangelio y
conferido el bautismo a los convertidos. Los dos apóstoles “bajando, oraron
sobre ellos para que recibiesen el Espíritu Santo” (Hech 8, 15-17). Aunque por
el bautismo el cristiano ha sido ya regenerado en el Espíritu, debe recibirlo
aún con mayor plenitud en el sacramento de la confirmación que renueva para
cada uno de los fieles la gracia de Pentecostés. A una tal gracia, como dijo
Jesús, hay que corresponder con el amor y con el amor debe ser vivida; y ésta
es la disposición que espera Dios del hombre para revelarle sus misterios
divinos: “El que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo le amaré y me
manifestaré a él” (Jn 14, 21).
“¡Oh Jesús!, tú concedes a tus siervos una consolación inmediata y segura cuando nuestros espíritus están sumergidos en la tristeza. No te alejes de nuestras almas que se hallan en medio de la prueba. No te alejes de nuestros corazones rodeados de dificultades. Ven solícito hacia nosotros; estate cerca de nosotros, sí, cerca, tú que moras en todas las partes. Del mismo modo que asistes a tus apóstoles en todo lugar, reúne en la unidad a los que te aman. Haz que unidos en ti podamos cantar y glorificar al Espíritu que es la plenitud de la santidad…
Te suplicamos, Señor, con lágrimas: mándanos a tu Espíritu que es suma bondad. Que él dirija a todos los hombres hacia la tierra tuya, donde has preparado una llanura de reposo a los que honran y glorifican al Espíritu que encierra toda santidad…
A ti que
eres el Señor y el Rey de los ángeles, a ti que tienes poder sobre los hombres
y eres su Criador, a ti que con sola una señal imperas a todo lo que existe en
la tierra y en el amar, a ti claman tus amigos y tus siervos: date prisa a
mandarnos tu espíritu que es la plenitud de la santidad” (Román el Melode,
Himno de Pentecostés).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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