“El Señor es mi pastor, nada me falta” (Salmo 23,1).
La figura del buen Pastor domina por completo la liturgia de este domingo. De él hablan expresamente el Evangelio y la segunda lectura, mientras la primera lo hace indirectamente. Ya en el Antiguo Testamento Dios era considerado el Pastor de Israel, que lo gobernaba por medio de reyes, jueces y sacerdotes. Pero éstos habían incurrido frecuentemente en la indignación divina, en vez de promover el bien del rebaño, o lo conducían por los caminos falsos de la idolatría o se preocupaban sólo de apacentarse a sí mismos (Ez 34,2). Pero al fin, teniendo piedad de su pueblo, Dios mandó a su Unigénito, el único verdadero pastor que encarna todo su amor por los hombres.
En el Evangelio de Juan, Jesús mismo nos ofrece el fuerte contraste que existe entre la conducta de los falsos pastores y la suya. Aquellos son ladrones que se introducen en el rebaño para “robar, matar y destruir” (Jn 10,10), llevando consigo el terror y la confusión. Desgraciadamente semejantes bandoleros nunca faltan; bajo el vestido de pastores se insinúan en la Iglesia, la turban con falsas teorías, dispersando y desorientando a los fieles. Quiera Dios que se cumpla en ellos la palabra del Evangelio: “las ovejas no los oyeron” (ib. 8).
Jesús, por el contrario, es el buen pastor: las ovejas se fían de él: “las ovejas oyen su voz, y llama a sus ovejas por su nombre y las saca fuera” (ib. 3). Siguiéndole no tienen nada que temer, y nada les falta, pues él ha venido “para que tengas vida, y la tengan abundante” (ib. 10), de tal modo que para asegurársela a ellas está dispuesto a sacrificar la suya. Aceptando la muerte por la salvación de su rebaño, Jesús es al mismo tiempo pastor y puerta de las ovejas. “Yo soy la puerta -ha dicho-, el que por mi entre se salvará, y entrará y saldrá y hallará pasto” (ib. 9). Nadie entra en el redil de Cristo -la Iglesia- si no cree en él y no pasa a través del misterio de su muerte y resurrección. Precisamente el bautismo es el sacramento que sumerge al hombre en el misterio pascual de Cristo y lo introduce en su redil, donde encontrará la salvación.
Sobre esta base nació la primera comunidad eclesial el día de Pentecostés. La solemne declaración de Pedro: “Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hc 2, 36) impresionó tan profundamente al pueblo que escuchaba que “unas tres mil almas” (ib. 41) pidieron ser bautizadas “en el nombre de Jesucristo” (ib. 38). Después de haberle despreciado y rechazado hasta condenarlo a la muerte de los malhechores, lo reconocían ahora por su único Salvador. Las ovejas dispersas de Israel entraban en la Iglesia pasando por la única puerta, Cristo.
Más
tarde, para exhortar a la paciencia a los cristianos perseguidos, Pedro les
recuerda lo que Jesús había hecho y sufrido por ellos. La mansedumbre en medio
de los ultrajes, el amor con que había tomado sobre sí los pecados de los
hombres llevándolos “sobre el madero de la cruz” para destruirlos con su muerte
(1 Pd 2, 23-24). Y concluía: “por sus heridas habéis sido curados. Porque erais
como ovejas descarriadas; más ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de
vuestras almas” (ib. 25). El sacrificio del Pastor ha dado de nuevo la vida a
las ovejas y las ha devuelto al redil. Por eso el pueblo de Dios se llena de
alegría al celebrar su resurrección: “Ha resucitado el buen Pastor, que dio la
vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey” (Misal Romano).
“Señor, tú eres mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacientas. Hacia las aguas de reposo me conduces, y confortas mi alma; me guías por senderos de justicia, en gracia de su nombre. Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan. Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa. Sí, dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa del Señor a lo largo de los días” (Salmo 23).
“¡Oh Cristo, buen Pastor, que diste la vida por tu grey!, tú fuiste en busca de la oveja descarriada por los montes y collados… y la encontraste. Después de haberla hallado, te la cargaste sobre tus hombros que debían llevar un día el madero de la cruz, y, llevándola contigo, la trajiste de nuevo, a la vida del cielo…
Hemos tenido necesidad que tú, Dios nuestro, tomases nuestra carne y murieses para darnos la vida. Hemos muerto contigo para ser justificados; contigo hemos resucitado, porque contigo habíamos sido crucificados. Y pues hemos resucitado contigo, también contigo hemos sido glorificados” (San Gregorio Nacianceno, Oratio, 45, 26. 28.)
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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