“¡Oh Señor!, que yo no sea incrédulo, sino hombre de fe” (Jn 20, 27).
En el Evangelio de Juan (20,19-29), la narración de la aparición de Jesús a los apóstoles reunidos en el cenáculo aparece enriquecida con datos de especial interés. El día de la resurrección de Jesús, por la tarde, tras haber confiado a los suyos la misión que había recibido del Padre –“Como me envió mi Padre, así os envío yo”-, les da el Espíritu Santo. “Sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quien se los retuviereis, les serán retenidos”. No se trata del don del Espíritu Santo en forma visible y pública, como sucederá en el día de Pentecostés; sin embargo, es muy significativo que el día mismo de la resurrección Jesús haya derramado sobre los apóstoles su Espíritu.
De esta manera el Espíritu Santo aparece como el primer don de Cristo resucitado a su Iglesia en el momento en que la constituye y la envía a prolongar su misión en el mundo. Y con la efusión del Espíritu la institución del Sacramento de la Penitencia o Reconciliación, que con el Bautismo y la Eucaristía es un sacramento típicamente pascual, signo eficaz de la remisión de los pecados y de la reconciliación de los hombres con Dios efectuadas por el sacrificio de Cristo.
Pero aquella tarde el apóstol Tomás estaba ausente, y cuando vuelve rehusa creer que Jesús ha resucitado: “Si no veo… y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré”. No sólo ver, sino hasta meter la mano en la hendidura de las heridas. Jesús le toma la palabra. “Pasados ocho días” vuelve y le dice: “Alarga acá tu dedo y mira mis manos y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel”. El Señor tiene compasión de la obstinada incredulidad del apóstol y le ofrece con infinita bondad las pruebas exigidas por él con tanta arrogancia.
Tomás se da por vencido y su incredulidad se disuelve en un gran acto de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. Enseñanza preciosa que amonesta a los creyentes que no se maravillen de las dudas y de las dificultades que pueden tener los demás para creer. Es necesario, por el contrario, tener compasión de los vacilantes y de los incrédulos y ayudarles con la oración, recordando que la caridad de Cristo nos acucia para que tratemos con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe.
“Porque me has visto has creído; dichosos los que sin ver creyeron” (Jn 20, 29). Jesús alaba así la fe de todos aquellos que habrían de creer en él sin el apoyo de experiencias sensibles. La alabanza de Jesús resuena en la voz de Pedro conmovido por la fe viva de los primeros cristianos, que creían en Jesús como si lo hubieran conocido personalmente: “a quien amáis sin haberlo visto, en quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso” (1 Ped 1, 8). He aquí la bienaventuranza de los creyentes de todos los tiempos. Frente a las dificultades y a la fatiga de creer, es necesario recordar las palabras de Jesús para hallar en ellas el sostén de una fe descarnada y desnuda, pero segura por estar fundada sobre la palabra de Dios.
La fe en Cristo era la fuerza que tenía reunidos a los primitivos creyentes en una cohesión perfecta de sentimientos y de vida. “La muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma sola” (Hc 4, 32). Esta era la característica fundamental de la primera comunidad cristiana nacida del “vigor” con que “los Apóstoles atestiguaban la resurrección del Señor Jesús” (ib. 33) y del correspondiente vigor de la fe de cada uno de los creyentes. Fe tan fuerte que los llevaba a renunciar espontáneamente a los propios bienes para ponerlos a disposición de los más necesitados, considerados verdaderos hermanos en Cristo. No era una fe teórica, ideológica, sino tan concreta y operante que daba una impronta del todo nueva a la vida de los creyentes, no sólo en el sector de las relaciones con Dios y de la oración, sino también en el de las relaciones con el prójimo y hasta en el mismo campo de los intereses materiales de que el hombre se siente tan tremendamente celoso.
Esta es la fe que hoy escasea; para muchos que dicen ser creyentes la fe no ejercita influjo alguno sobre sus costumbres ni cambia en nada o casi en nada su vida. Un cristianismo tal no convence ni convierte al mundo. Es necesario volver a templar la propia fe con el ejemplo de la Iglesia primitiva, hay que implorar de Dios una fe profunda, ya que en el vigor de la fe está la victoria del cristiano. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Y quien es el que vence al mundo sino el que creer que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Jn 5, 4-5).
“¡Oh Señor Jesucristo!, no te hemos visto en la carne con los ojos del cuerpo, y sin embargo sabemos, creemos y profesamos que tú eres verdaderamente Dios. ¡Oh Señor!, que esta nuestra profesión de fe nos conduzca a la gloria, que esta fe nos salve de la segunda muerte, que esta esperanza nos conforte cuando lloremos en medio de tantas tribulaciones, y nos lleve a los gozos eternos. Y tras la prueba de esta vida, cuando hayamos llegado a la meta de la vocación celestial y visto tu cuerpo glorificado en Dios…, también nuestros cuerpos recibirán la gloria de ti, ¡oh Cristo!, nuestra Cabeza” (Liturgia mozárabe).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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