“Oh Señor, tú nos has llamado con una vocación santa” (2 Tm 1, 9).
El tema de las dos primeras lecturas de este domingo podría llevar este título: la vocación de los creyentes. Del Antiguo Testamento (Gn 12, 1-4a) se toma la historia de la vocación de Abrahán, cabeza-estirpe del pueblo elegido y padre de todos los creyentes. “El Señor dijo a Abrahán: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré” (ib 1). Es maravillosa y misteriosa la fe de este hombre que procediendo de una tribu idólatra, cree con tanta fuerza y decisión en el único Dios verdadero que abandona todo -tierra y familia- para seguir la voz de alguien que lo empuja hacia un destino desconocido. Abrahán marcha, vivirá errante trasladándose de un lugar a otro según el Señor le va marcando, con la fe firme contra toda evidencia de que él cumplirá su promesa: “De ti haré una nación grande” (ib 2).
En la segunda lectura (2 Tm 1, 8b-10) san Pablo habla de la vocación del cristiano que tiene sus raíces en la vocación de Abrahán, pero iluminada y sublimada por la gracia de Cristo. “Dios nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús” (ib 9). Abrahán fue llamado en vista de Cristo, para quien debía preparar el pueblo del cual él habría de nacer; el cristiano es llamado al seguimiento de Cristo en virtud de la gracia que brota del misterio pascual de la muerte y resurrección.
Abrahán vio de lejos el día de Cristo (cfr. Jn 8, 56); el cristiano lo ve de cerca, al estar injertado en el tiempo y en el espacio santificados por su venida. Si Abrahán respondió con tanta plenitud a la llamada de Dios, más obligado y urgido está a hacerlo el cristiano ahora cuando Jesús “ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida y de inmortalidad por medio del Evangelio” (2 Tm 1, 10).
Conforme a una tradición antigua, hoy se lee el evangelio de la Transfiguración (Mt 17, 1-9), síntesis del misterio de la muerte y de la resurrección del Señor y expresión característica de la vocación del cristiano. El hecho sucedió “seis días después” de la profesión de fe de Pedro en Cesárea, la cual había seguido inmediatamente al primer anuncio de la Pasión, y se presenta como una confirmación del testimonio: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 16); la visión del Tabor será al mismo tiempo un fortalecimiento de los apóstoles que no han de abatirse ante los sufrimientos que Jesús ha de padecer. Es necesario que comprendan cómo la Pasión en lugar de ser aniquilamiento de la gloria del Hijo de Dios es el paso obligado que conduce a ella. “Y se transfiguró delante de ellos; su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz” (Mt 17, 2). Ante este espectáculo Pedro salta: él que había reaccionado con violencia contra el discurso sobre la Pasión, ahora ofuscado por la gloria del Maestro exclama entusiasta: “Señor, es bueno estarnos aquí” (ib 4).
La
cruz le había horrorizado; la gloria por el contrario lo exalta y querría estar
allí olvidando todo lo demás. Pero la visión beatificante del Tabor no es más
que un anticipo de la gloria de la Resurrección y un viático para seguir con
mayores fuerzas a Jesús en el camino del Calvario. Es esto lo que dijo
claramente la voz que vino del cielo: “Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco; escuchadle” (ib 5). El Padre se complace en el Hijo porque compartiendo
con él la naturaleza divina no obstante aceptó ocultar los resplandores bajo el
velo de la carne humana y hasta bajo la ignominia de la cruz. Los discípulos
tienen que escucharle siempre y aún más
atentamente cuando habla de cruz e indica el camino. La vocación del cristiano
es conformarse a Cristo Crucificado para poder ser un día conformados y
revestidos de su gloria.
“Señor, Padre Santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alégranos con el gozo interior de tu palabra; y, purificados por ella, contemplaremos con mirada limpia la gloria de tus obras. (Misal Romano, Oración Colecta).
“Escuchad a mi Hijo, en quien me complazco, cuya predicación me manifiesta y cuya humildad me glorifica. Él es la verdad y la vida, mi potencia y mi sabiduría. Escuchadle: a él, preanunciado por los misterios de la ley, celebrado por el lenguaje de los profetas. Escuchadle: a él que redime al mundo con su sangre… Escuchadle, a él, que abre el camino del cielo, y por medio del suplicio de la cruz va disponiendo para vosotros los peldaños que suben al Reino…
Haz, Señor, que se caliente mi fe, según la enseñanza de tu Evangelio, y que no se avergüence de tu cruz, por la que fue redimido el mundo. Que no tema padecer por la justicia ni desconfíe del premio prometido: a través de la fatiga se llega al descanso, y a través de la muerte se pasa a la vida.
Tú, ¡oh Cristo!, asumiste todas las enfermedades de nuestra humilde naturaleza, pero si perseveramos en ser testigos tuyos y en tributarte el honor que mereces, también nosotros venceremos lo que tú venciste y recibiremos lo que tú prometiste… Se trata de seguir tus mandamientos y de soportar las adversidades, haz que resuene siempre en nuestros oídos la voz de tu Padre que un día se hizo oír: ‘Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadlo’.” (San León Magno, Sermón, 51, 7-13).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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