«Señor, tú eres clemente y compasivo, tardo a la cólera y lleno de amor» (Sl 103, 8).
La ley de Moisés decía: «No odies en tu corazón a hermano... No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 17-18). Trozo bellísimo, verdadera perla del Antiguo Testamento, en el que está contenido ya el espíritu del Nuevo. Sin embargo, sea la formulación de la ley, sea la tendencia a interpretarla en sentido restringido, hicieron que en la práctica el amor al prójimo se reservase a solos los connacionales.
Jesús rompió las barreras y dio al precepto de la caridad fraterna dimensiones universales. «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen» (Mt 5, 43-44). En realidad en ningún paso de la Biblia se prescribía el odio a los enemigos, el cual era más bien el resultado práctico de una deformación de la ley convertida en norma de vida. Jesús se encara con ella y la condena en pleno, pues, habiendo venido a perfeccionar la ley, lo hace de modo especial en relación con la caridad, que el hombre por su egoísmo tanto lesiona y quebranta, Los términos usados por Cristo son tan claros que no admiten interpretaciones arbitrarias; el cristiano ha de amar a amigos y enemigos sin excepción. El motivo es único: unos y otros son hijos de Dios, y por eso todos los hombres son hermanos, todos son prójimo.
A esta luz no tienen razón de ser las distinciones entre pueblo y pueblo, entre raza y raza; y no la tienen tampoco las que se fundan sobre el amor o el odio, el bien o el mal, los beneficios o los daños y ofensas recibidos. Por ningún motivo es lícito odiar al hermano, que es hijo del mismo Padre y objeto del mismo amor paterno. De la aceptación o rechazo de este deber depende el que cada uno sea reconocido o no por Dios como hijo. «Amad..., para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (ib 44-45). Como el hijo refleja la fisonomía del padre, así el cristiano en sus relaciones con los semejantes ha de reflejar el amor de Dios a todos los hombres.
El
mundo tiene por necedad pagar el odio con amor, el mal con bien, las ofensas
con perdón; pero S. Pablo advierte que para seguir a Cristo es preciso hacerse
necio, «porque la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios» (1 Cr
3, 19). Los cristianos no se preocupan del mundo, porque son «de Cristo y
Cristo es de Dios» (ib 23); y siendo de Cristo siguen sólo su doctrina, y con
él y en él quieren pertenecer a Dios, emulando su perfección infinita y su amor
sin límites.
Nada en la naturaleza se asemeja más a ti, dulcísimo Jesús, que el que se muestra clemente con sus enemigos malévolos y dañinos; porque el que ama a su enemigo, te imita a ti, que nos amaste cuando éramos aún enemigos tuyos; y no sólo nos amaste, sino que quisiste hasta morir por nosotros con muerte ignominiosa, y rogaste por los que te crucificaban.
Tú nos mandaste amar a nuestros enemigos, diciendo: «Amad a vuestros enemigos, y haced el bien a los que os odian». Y nos prometes la recompensa: «Para que seáis hijos de Vuestro Padre que está en los cielos».
¡Oh Señor Jesucristo, que por naturaleza estás siempre dispuesto a la piedad y al perdón!, una sola es la prueba suprema de la verdadera caridad: amar a quien nos es contrario e impide nuestras buenas obras... Quiero confesarte con el corazón y con la boca que he vivido impíamente y que me he privado, por mi malicia y perversidad, de la caridad verdadera. Y entre los pensamientos y acciones que malamente, Señor, concebí y realicé, está que odié a mis enemigos. Tuve resentimiento Con muchos, y di libre curso en mi corazón y en mi voluntad a estos sentimientos...
Ayúdame,
piadosísimo Señor Jesucristo, y por tu bendito y misericordioso amor, concédeme
el perdón, para que enmiende mi vida miserable y te amé a ti y ame a los demás
por amor tuyo, de modo que ese amor nunca desfallezca, sino que se perpetúe en
la vida eterna. (R. Jordán, Contemplaciones sobre el amor divino, 32).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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