“Felices los que caminan en la ley del Señor” (Sal 119, 1).
La fidelidad a la ley de Dios es uno de los temas centrales del Antiguo Testamento y resulta interesante ver cómo el Autor sagrado subraya la responsabilidad del hombre frente a ese deber. “Si tú quieres, guardarás los mandamientos, permanecer fiel es cosa tuya… Ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual se le dará” (Ecli 15, 15. 17). Es como decir que el que sigue la ley divina tendrá la vida, y el que le vuelve las espaldas caerá en la muerte; tanto la vida como la muerte eterna son consecuencia de su opción. El hombre es libre, y por eso, responsable de sus acciones; el mal que hace a él sólo es imputable: Dios “a nadie ha mandado a ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar” (ib 20).
El amor y la fidelidad a la ley constituían la justicia y la santidad del pueblo de Israel. Sin embargo, la ley no era aún perfecta y los hombres la habían materializado demasiado. Viene Jesús y dice: “No penséis que he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17-37). Jesús enseña que no es suficiente una fidelidad a la ley material y externa; que hace falta una fidelidad profunda e interior, que empeñe la mente y el corazón.
“Habéis oído que se dijo a los antepasados… Pues yo os digo…”; con esta frase, repetida hasta seis veces, anuncia san Mateo los perfeccionamientos más fundamentales introducidos por Cristo en la ley. No basta, por ejemplo, no matar; hay que cuidarse también de simples palabras de desamor, desprecio o resentimiento hacia el prójimo. El que guarda ira o rencor hacia el hermano es como si lo matase en su corazón, pues lo deja muerto para él, excluido de su benevolencia e interés. No basta abstenerse de actos materiales contra la ley, hay que eliminar hasta los pensamientos y deseos malos, porque el que los consiente ya ha pecado “en su corazón” (ib 28): ya ha asesinado al hermano o cometido adulterio.
La
superación y perfeccionamiento de la ley antigua consiste precisamente en una
delicada atención a la pureza interior, a la justicia no sólo de la conducta
externa que todos ven, sino de los movimientos íntimos del corazón y de la
mente conocidos de Dios sólo. Aun en el Antiguo Testamento hablaban muchas
veces los profetas en este sentido: pero sólo Jesús, Sabiduría eterna, debía
dar a la ley su última perfección. Para comprenderla y vivir a su nivel, es
necesario que el cristiano se deje penetrar por la Sabiduría del Evangelio, que
no es la sabiduría de este mundo, sino “una sabiduría de Dios, misteriosa,
escondida” (1 Cor 2, 7); el misterio de la cruz de Cristo que todo creyente
debe revivir muriendo a la sabiduría del mundo y de la carne.
“Señor, de todo corazón te ando buscando, no me desvíes de tus mandamientos. Dentro del corazón he guardado tu promesa, para no pecar contra ti. Bendito tú, Señor, enséñame tus preceptos. Abre mis ojos para que contemple las maravillas de tu ley. Un forastero soy sobre la tierra, tus mandamientos no me ocultes. Mi alma se consume deseando tus juicios en todo tiempo.
He escogido el camino de la verdad, he deseado tus juicios. A tus dictámenes me mantengo adherido, no me confundas, oh Señor. Corro por el camino de tus mandamientos, pues tú mi corazón dilatas. Para mis pies antorcha es tu palabra, luz para mi sendero. He jurado y he de mantenerlo, guardar tus justos juicios. Mi lengua repita tu promesa, pues todos tus mandamientos son justicia… Anhelo tu salvación, Señor, tu ley hace mis delicias” (Versos escogidos del Salmo 119).
“¡Oh, cuán dulce y deseable es el yugo de la ley celestial que impone Rey tan amable!... El corazón amante ama los mandamientos, y cuando más difíciles son los encuentros más dulces y agradables, porque con ello complace perfectamente al Amado y le tributa más honra, y hasta entona himnos de alegría cuando Dios le enseña sus mandamientos y prescripciones… Nada le da tanto desquite y aliento en esta vida mortal como la amorosa carga de los preceptos de Dios” (San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, VIII, 5).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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