“Señor, para el hombre justo haces resplandecer una luz en las tinieblas” (Sal 112, 4).
Terminado el sermón de las bienaventuranzas, Jesús esboza la grandeza de sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14). Esto supone una condición: que sean de verdad los pobres y mansos, los misericordiosos y puros, los pacíficos y serenos, más aún gozosos en medio de las persecuciones, de los que el Señor acaba de hablar. Sólo en la medida en que sepan hacer suyos el espíritu de las bienaventuranzas y vivir conforme a él, adquieren los discípulos esa sabiduría sobrenatural que los hace “sal de la tierra”.
Están llamados a transformar el mundo insulso y necio por estar fundado sobre la vanidad de las cosas caducas, en un mundo sensato e inspirado en los valores eternos. Pero está también el reverso de la medalla: si el discípulo no tiene el espíritu evangélico, no es “sal”, no sirve para nada, sólo es bueno para ser “tirado afuera” (ib 13).
En cambio, cuando es “sal”, también es “luz”; comparación más grandiosa aún. La luz del mundo, “la verdadera luz que ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9), es solamente Cristo, Hijo de Dios, resplandor del Padre; pero da parte en esa su luminosidad a los que viven según su Evangelio. De este modo cada discípulo, cada cristiano auténtico se convierte en un portador de la luz de Cristo, y su conducta ha de ser tan limpia que deje transparentar la luminosidad de él y la de su doctrina. “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).
Las obras hechas en la verdad y en la caridad de Cristo son luz encendida sobre el candelero para alumbrar “a todos los que están en la casa” y atraerles a la fe y al amor. Hasta el Antiguo Testamento presentaba las obras de caridad como portadoras de la luz: “si repartes al hambriento tu pan y al alma afligida dejas saciada, resplandecerá en las tinieblas tu luz” (Is 58, 10) La caridad disipa las tinieblas del pecado e ilumina aun a los más alejados de la fe. Más aún, la caridad del cristiano es reflejo y prolongación de la de Cristo, que se inclina sobre la humanidad doliente.
Un
prototipo espléndido del discípulo de Cristo, sal de la tierra y luz del mundo,
es el apóstol Pablo. La eficacia de su apostolado no está en el “prestigio de
la palabra de la sabiduría”, sino en una vida inspirada plenamente en el
Evangelio y conformada a Cristo Crucificado. “No quise saber entre vosotros
sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor 2, 1-2). Sólo así se hace el
cristiano sal que transforma al mundo en profundidad y luz que lo ilumina
ampliamente.
“¡Oh dulce Jesús!, hazme sal de la tierra, aunque haya de pasar por fuego y agua. No permitas que, en lugar de darle sabor, la escandalice, y que como tierra sembrada de sal, sea estéril por mi culpa, convirtiendo en su daño el oficio que me diste para su provecho.
¡Oh Sol de Justicia, de quien reciben la luz las estrellas de la Iglesia!, hazme, como una de ellas, libre de toda oscuridad, para que, estando en el puesto que le has dado, acuda con presteza a tu llamamiento, y alumbre con alegría al mundo que criaste para gloria tuya.
¡Oh Redentor del mundo, que mostraste por la experiencia a este tu vaso de elección, san Pablo, lo mucho que había de padecer por tu nombre y le diste gusto en padecerlo!, escógeme también por vaso tuyo, en quien deposites abundancia de trabajo con abundancia de consuelo en sufrirlos por su amor” (Luis de la Puente, Meditaciones, III, 12, 1-2; V, 31, 5).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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