Sermón en el monte, mural en el domo de la iglesia copta de Saint Tackla Haymanot, Adis Abeba, Etiopía. |
“Sálvanos, Señor Dios nuestro…, para dar gracias a tu nombre santo” (Sal 106).
Después de haber anunciado a Israel prevaricador los castigos de Dios, Sofonías deja oír una voz de esperanza: “Buscad a Dios los humildes” (2, 3). Se anuncia la salvación a los humildes; Dios perderá a los soberbios y rebeldes, y de Israel quedará sólo “un resto” de gente humilde y pobre. “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor” (Sof 3, 12).
A este “resto”, a estos “pobres y humildes” ha venido Jesús a traer la salvación; no es, pues, de extrañar que el “sermón del monte” se abra con este anuncio jubiloso: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3). Pero se advierte enseguida una precisión importante. No es la pobreza material la declarada dichosa, sino la disposición espiritual -“pobres de espíritu”- por la que el hombre no funda su confianza en sí mismo ni en los bienes de la tierra, sino en Dios. La pobreza material es bienaventurada sólo en la medida que conduce a esa actitud interior.
“Dichosos los que lloran”, o sea, los que aceptan las tribulaciones de la vida, reconociendo a Dios el derecho a probarlos con el sufrimiento, sin dudar por eso de su amor paternal. “Dichosos los sufridos” que, a pesar de ser pobres y estar atribulados, no procuran por la violencia procurarse una situación mejor, ni intentan avasallar a los otros. “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia”, no para reivindicar sus propios derechos, sino que aspiran a una “justicia”, a una virtud, a una santidad mayor.
“Dichosos los misericordiosos” que, conscientes de su necesidad de la misericordia divina, saben compadecerse de los fallos ajenos y excusarlos benévolamente. “Dichosos los limpios de corazón” que, no teniendo el espíritu oscurecido por las pasiones o el pecado, son capaces de comprender las cosas de Dios. “Dichosos los pacíficos” que, estando en paz con Dios y consigo mismos, van sembrando paz en su camino. “Dichosos los perseguidos por la justicia”, que sufren por una causa santa, por la fe, por el Evangelio.
En todas estas clases de personas hay una disposición común y fundamental, que las hace aptas para el reino de los cielos, y es su apertura a Dios. En vez de confiar en sus recursos materiales o morales, ponen en Dios su confianza; en vez de satisfacerse en los bienes terrenos, viven a la espera de los celestiales. Y justamente se les promete estos bienes: Dios, su reino y su misericordia, su visión y bienaventuranza eterna. Para ser del número de estos “bienaventurados” hay que tener las disposiciones sin las que no se puede venir a ser discípulo de Cristo, ni alcanzar su salvación.
“Oh Jesús, tú proclamas dichosos a los pobres de espíritu; no sólo, pues, a los pobres voluntariamente que por seguirte lo han dejado todo y a los cuales has prometido el céntuplo en esta vida y en la futura, la vida eterna, sino también a todos los que tienen el espíritu desasido de los bienes terrenos, a los que viven efectivamente en la pobreza sin murmurar o impacientarse, a los que tienen el corazón apegado a las riquezas…, ni están dominados por el orgullo, por la injusticia o por la avidez insaciable de acumular. Como la pobreza hace en la tierra a los hombres despreciables, débiles e impotentes, tú, Señor, prometes a los pobres la felicidad… bajo el título más sublime, el del Reino… ¿Qué no estará el hombre dispuesto a padecer por un reino y mucho más por un reino en el cielo?...
Señor, te doy todo, lo abandono todo para tener parte en ese Reino. Que pueda yo, sostenido con esa esperanza, despojarme de todo como conviene. Me despojo de corazón y en espíritu, y si te place despojarme de hecho, me someto a ello desde ahora” (J. B. Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, 1, 2).
“Lejos, Señor, lejos del corazón de vuestro
siervo que se confiesa a Vos, lejos de mi juzgarme dichoso por cualquier goce
que disfrute. Porque hay un goce que no se da a los impíos, sino sólo a los que
desinteresadamente os sirven. Y la misma vida bienaventurada no es otra cosa
sino gozar para Vos, de Vos, y por Vos. Mas los que piensen que es otra, van en
pos de otro goce que no es el verdadero” (San Agustín, Confesiones, X, 22, 32).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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