El sueño de San José, de Philippe de Champaigne |
Primera Lectura: Is 7, 10-14
Salmo Responsorial: Sal 23, 1-6
Segunda Lectura: Rom 1, 1-7
Evangelio: Mt 1, 18-24
“Lloved, cielos, desde arriba… ábrase la tierra y produzca el fruto de la salvación” (Is 45, 8).
La liturgia del último domingo de Adviento se orienta toda hacia el nacimiento del Salvador. En primer lugar se presenta la famosa profecía sobre el Emmanuel, pronunciada en un momento particularmente difícil para el reino de Judá. Al impío rey Acaz que rehúsa creer que Dios puede salvar la situación, responde Isaías con un duro reproche, y como para demostrarle que Dios puede hacer cosas mucho más grandes, añade: “El Señor mismo os dará la señal: He aquí que la virgen grávida da a luz, y le llama Emmanuel” (Is 7, 14).
Aun en el caso que la profecía pudiese aludir al nacimiento del heredero del trono, su plena realización se cumplirá sólo siete siglos más tarde con el nacimiento milagroso de Jesús; sólo él agotó todo su contenido y alcance. El Evangelio de san Mateo confirma esta interpretación, cuando concluyendo la narración del nacimiento virginal de Jesús, dice: “Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros” (Mt 1, 22-23).
Al trazar la genealogía de Jesús, Mateo demuestra que es verdadero hombre, “hijo de David, hijo de Abrahán” (ib. 1); al narrar el nacimiento de María Virgen hecha madre “por obra del Espíritu Santo” (ib. 18), afirma que es verdadero Dios; y al citar finalmente la profecía de Isaías, declara que él es el Salvador prometido por los profetas, el Emmanuel, el Dios con nosotros. En este cuadro tan esencial, Mateo levanta el velo sobre una de las circunstancias más humanas y delicadas del nacimiento de Jesús: la duda penosa de José y su comportamiento en aceptar la misión que le es confiada por Dios.
Frente a la maternidad misteriosa de María, queda fuertemente perplejo y piensa despedirla en secreto. Pero cuando el ángel del Señor le asegura y le ordena tomarla consigo “pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo” (ib. 20), José -hombre justo que vive de fe- obedece aceptando con humilde sencillez la consigna sumamente comprometedora de esposo de la Virgen-madre y de padre virginal del Hijo de Dios. En este ambiente la vida del Salvador brota como protegida por la fe, la obediencia, la humildad y la entrega del carpintero de Nazaret. Estas son las virtudes con que debemos recibir al Señor que está por llegar.
En
la segunda lectura san Pablo se alinea con los profetas y con san Mateo al
proclamar a Jesús “nacido de la descendencia de David según la carne” (Rm 1,
3), y con Mateo al declararlo “Hijo de Dios” (ib. 4). El Apóstol que se define
a sí mismo “siervo de Cristo Jesús” (ib. 1), elegido para anunciar el
Evangelio, resume toda la vida y la obra del Salvador en este doble momento y
dimensión: desde su nacimiento en carne humana, hasta su resurrección gloriosa
y a su poder de santificar a los hombres. En efecto, la encarnación, pasión y
muerte y resurrección del Señor constituyen un solo misterio que tiene su
principio en Belén y su vértice en la Pascua. Sin embargo, la Navidad ilumina
la Pascua en cuanto nos revela los orígenes y la naturaleza de Aquel que morirá
en la cruz para la salvación del mundo: él es el Hijo de Dios, el Verbo
encarnado.
“Gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen lo esperó con inefable amor de madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza” (Misal Romano, Prefacio del Adviento II).
“¡Oh glorioso San José!, fuiste verdaderamente hombre bueno y fiel, con quien se desposó la Madre del Salvador. Fuiste siervo fiel y prudente, a quien constituyó Dios consuelo de su Madre, proveedor del sustento de su cuerpo y, a ti solo sobre la tierra, coadjutor fidelísimo del gran consejo.
Verdaderamente descendiste de la casa de David y fuiste verdaderamente hijo de David… Como a otro David, Dios te halló según su corazón, para encomendarte con seguridad el secretísimo y sacratísimo arcano de su corazón; a ti te manifestó los secretos y misterios de su sabiduría y te dio el conocimiento de aquel misterio que ninguno de los príncipes de este siglo conoció. A ti, en fin, te concedió ver y oír al que muchos reyes y profetas queriéndole ver no le vieron y queriéndole oír no le oyeron, y no sólo verle y oírle, sino tenerle en tus brazos, llevarle de la mano, abrazarle, besarle, alimentarle y guardarle” (San Bernardo, Super “Missus”).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
También
puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario