Primera Lectura: Is 11, 1-10
Salmo Responsorial: Sal 71, 1-2 . 7-8 . 12-13. 17
Segunda Lectura: Rom 15, 4-9
Evangelio: Mt 3, 1-12
“¡Oh Señor!, que yo haga
frutos dignos de penitencia” (Mt 3, 8).
A través de las profecías la figura del futuro Mesías va contorneándose más claramente: “Brotará un retoño del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago” (Is 11, 1). Cuando la dinastía davídica parece ya extinguida, semejante a un tronco aridecido, de la humilde Virgen de Nazaret desposada con José, descendiente de David, nacerá el Salvador. Isaías lo presenta repleto del Espíritu Santo, lleno de sus dones, y dedicado a “juzgar con justicia al pobre” (Is 11, 4), a levantar a los humildes y oprimidos, que tendrán un lugar privilegiado en su obra salvadora.
Y más adelante, bajo la alegoría de la convivencia pacífica entre animales enemigos por instinto, el profeta habla de la paz que el Mesías traerá al mundo, enseñando a los hombres a vencer las pasiones que los vuelven feroces unos contra otros y a amarse como hermanos. Entonces “el renuevo de la raíz de Jesé se alzará como estandarte para los pueblos, y le buscarán con ansia las gentes” (Is 11, 10). Este es como el cuadro general de la salvación universal, sobre el cual insiste más tarde san Pablo en la Epístola a los Romanos donde cita casi a la letra este último versículo de Isaías (Rom 15, 12).
Cristo -dice el Apóstol- ha venido para salvar a todos los hombres; el ejercitó su obra primeramente a favor del pueblo hebreo del cual “se hizo ministro” (ib 8), para demostrar la fidelidad de Dios a las promesas hechas a los Patriarcas; sin embargo, no rechazó a los paganos, antes los acogió para que en ellos se manifestase su inmensa misericordia (ib 9). Y de nuevo vuelve el tema del amor mutuo: “Acogeos mutuamente según que Cristo nos acogió a nosotros para gloria de Dios” (ib 7).
El ejemplo del Señor que acoge y salva a todos los hombres es el fundamento de las relaciones benévolas que deben existir entre ellos. El amor, la concordia y la paz anunciadas por los profetas como prerrogativas de la era mesiánica, son realmente el centro del mensaje de Cristo; y sin embargo, después de tantos siglos de cristianismo, la humanidad se encuentra todavía despedazada por odios, discordias y luchas fratricidas. Por eso es hoy más actual que nunca la voz del Bautista que resuena en el Adviento: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca” (Mt 3, 2).
Todos los profetas habían predicado la conversión, pero sólo el Bautista pudo recalcar su urgencia al anunciar como inminente la venida del reino de los cielos con la presencia del Mesías en el mundo. El lo presentó a quienes venían a escucharle, con las siguientes palabras: “Yo os bautizo con agua…; pero en pos de mí viene otro más fuerte que yo…; él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” (ib 11). Jesús ha venido y ha instaurado el bautismo “en el Espíritu Santo y en el fuego”, fruto de su pasión, muerte y resurrección; pero ¿cuántos de entre los bautizados se han convertido completamente a él, a su evangelio, a su mandamiento de amor?
El Adviento nos llama a todos a una conversión más profunda “porque el reino de los cielos está cerca”. Más cerca hoy que ayer, porque desde hace siglos está Cristo presente en el mundo actuando en él con su gracia, con la Eucaristía, con los sacramentos; pero nosotros no lo hemos recibido en plenitud, ni le hemos dado todavía por entero el corazón y la vida.
“Despierta, Señor, nuestros corazones y muévelos a preparar los caminos de tu Hijo; que tu amor y perdón apresuren la salvación que retardan nuestros pecados” (Misal Romano, Oración Colecta de la 1º semana de Adviento).
“¡Oh Señor!, si te amase con todas mis fuerzas, amaría también, en virtud de ese amor, a mi prójimo como a mí mismo. Pero, por el contrario, me muestro siempre indiferente hacia sus males, cuando tan sensible soy para con los míos, aún los más pequeños. Soy frío en compadecerme de él, lento en socorrerlo, tibio en consolarlo… ¿Dónde está el ardor y la ternura de un san Pablo? Llorar con quien llora, alegrarse con quien se alegra, ser débil con los débiles, sufrir, como puestos en el fuego para ser quemados, cuando algunos de ellos sufre escándalo.
¡Oh Dios
mío!, si nada de esto se halla en mi corazón debo concluir que no amo a mi
prójimo como a mí mismo y que tampoco te amo a ti con todas mis fuerzas y con
todo mi corazón… Hazme comprender, Dios mío, mi enfermedad y cuánta necesidad
tengo de ti para usar bien de mis fuerzas, queriendo realmente lo que quiero y
comenzando a practicarlo” (J. B. Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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