Jesús Muñoz, el día de su primera misa. (Foto: Cortesía de la familia.) |
“Tu es sacerdos in aeternum”
[Eres sacerdote para toda la eternidad], dicen los Salmos (110 [109], 4) y
recoge la liturgia de la Iglesia. Jesús Muñoz fue un cura de la diócesis de
Toledo que murió en Coria el 7 de septiembre de 1998, con sólo 32 años, a
consecuencia de un cáncer. Poco antes de ese momento escribió una carta que
circuló mucho y que todavía hoy "hace mucho bien", recuerda uno de
sus compañeros de seminario, José María Alsina Casanova, quien evoca sus
últimos instantes: "Cuando enfermó pude visitarle en una ocasión en la
casa que les habían dejado a su familia en Pamplona para su tratamiento médico.
Me lo encontré muy deteriorado por la enfermedad y a la vez vi en él a un
sacerdote lleno de caridad y ´transformado´ por Cristo".
Fue una percepción común en
cuantos le vieron en esas fechas. "Tuve la suerte de conocerle los dos
últimos años de su vida", cuenta Gabriel, un amigo personal de su hermano
Javier: "La muerte de Jesús, su sufrimiento y sus dolores fueron y son,
para los que le conocimos, una gran esperanza y un gran apoyo. Su testimonio
nos ha marcado para el resto de nuestras vidas y jamás podremos
olvidarle".
El mensaje postrero de Jesús
Muñoz sigue produciendo grandes beneficios espirituales: "Ayer en la
oración la volví a leer", explica el padre Alsina, "y di gracias a
Dios por el sacerdocio de Jesús Muñoz y le pedí para que desde el cielo nos
ayude a ser de verdad ´sacerdotes´ y y para que por su intercesión muchos
jóvenes sigan respondiendo a la llamada de Cristo al sacerdocio".
Con esa intención, y aunque es
un texto conocido, la reproducimos a continuación en su integridad.
Carta
del sacerdote Jesús Muñoz poco antes de morir:
En primer lugar, permitidme
que me presente: me llamo Jesús Muñoz 32 años y soy sacerdote católico de la
diócesis de Toledo, España. En el año 1996 estuve de misionero en Bolivia como
catequista itinerante de la Comunidades Neocatecumenales.
Al volver a España para
descansar y tener unas vacaciones me diagnosticaron un cáncer colo-rectal con
metástasis hepática.
He sido sometido a varias
operaciones: me extirparon el ano, el recto y 30 cm del colon, y me hicieron un
ano artificial. Posteriormente me quitaron una cuarta parte del hígado. También
he sido sometido a otras operaciones de menor consideración. He sido sometido a
tratamiento de radioterapia y actualmente estoy en tratamiento con
quimioterapia.
Llevo ya tanto tiempo que el
cuerpo se deteriora y por esta razón no puedo viajar, ni muchas veces salir de
casa. Bueno, aunque es aceptable mi calidad de vida, varía mucho de mes en mes
e incluso de día a día. Nunca es igual, es imprevisible cómo me voy a encontrar
a la mañana siguiente. Es un misterio.
El sufrimiento es un misterio
que solamente desde la fe se ilumina.
El tiempo pasado en Bolivia
fue fantástico. De niño siempre quise ir a las misiones y el Señor me lo ha
concedido. Fue un tiempo de renovación sacerdotal, pues yo era un “burgués”. No
me preocupaba de nada, salvo de mí mismo. Sin santidad, sin intimidad con el
Señor ni con su Palabra, sin oración asidua. Muy despreocupado por la liturgia
y por quien me tocaba pastorear. No era capaz de morir por nadie. Pero aparecía
ante los feligreses como muy trabajador, preocupado por las cosas, buen cura,
humilde… Mentira todo. Pues soy un egoísta y un orgulloso, que sólo me busco a
mí en lo que hago. Un cura de pueblo que sólo hace cosas; pero no lleva el
Evangelio a su pueblo. Y apegado al dinero, pues lo último que hice antes de
salir para Bolivia fue dar clases en un instituto de enseñanza secundaria y
tener una nómina abultada. Pues el mayor peligro para un cura es el dinero
-también para cualquier cristiano-. “Porque la raíz de todos los males es el
afán de dinero” (1 Tm 6,10). Pero los milagros que he visto en la
evangelización y sobre todo mi equipo de evangelización me ayudaron mucho. Me
corrigieron a tiempo. Siempre con cariño o, mejor aún, con amor evangélico. No
siempre recibía las correcciones con agrado: mi egoísmo y el ser educado para
ser el primero en todo, y un líder como cura, se manifestaba con toda claridad.
Ciertamente que les estoy muy
agradecido, ha sido un segundo seminario de formación. Una regeneración
sacerdotal.
En definitiva tener que pasar
por la puerta de la humildad, la cual yo rehusaba. Ver mis pecados con una
claridad que antes me estaba velada. Y rezaba al Señor que si yo era un lastre
para la evangelización, que si iba a añadir problemas a los que ya había en la
misión que me retirase de ella. ¡Y cómo lo hizo! El Señor también me lo
concedió.
Jesús Muñoz, sacerdote para siempre. |
Dios siempre provee, no deja
solo al desvalido, siempre abre puertas allí donde parece que se cierran.
La experiencia del sufrimiento
es un misterio. En el postoperatorio, aunque estaba sedado con morfina,
recuerdo que en una ocasión desperté y miré el crucifijo que tenía delante,
miré a Jesucristo y le decía que estábamos iguales: con el cuerpo abierto, con
los huesos doloridos, solos ante el sufrimiento, abandonados, en la cruz… Yo me
fijé en mí y me rebelé. No lo entendía. Dios me había abandonado. No me quería.
Y de pronto recordé las palabras que desde el cielo Dios-Padre pronuncia
refiriéndose a Jesucristo el día del bautismo y posteriormente en el Tabor:
“Este es mi Hijo amado”, “mi Predilecto”. Y el Hijo amado de Dios estaba
colgado frente a mí en la cruz. El amor de Dios, crucificado. El Hijo en medio
de un sufrimiento inhumano.
Entonces reflexioné: si me
encuentro en la misma situación que Él, entonces yo también soy el hijo amado y
predilecto de Dios. Y dejé de rebelarme. Y entré en el descanso. Y vi el Amor
de Dios.
La razón humana no encuentra
sentido al sufrimiento, no tiene lógica. Solo mirando al Crucificado el hombre
entra en la paz que el sufrimiento le ha robado. Pues con el dolor y el
sufrimiento el hombre pierde la capacidad de razonar y la voluntad. Y ya está
perdido, le han vencido. Ha dejado de ser hombre; pero el sufrimiento y la
resurrección de Cristo nos ha hecho hombres nuevos.
Y, también, ¡cuánto me han
consolado las palabras del Siervo de Yahvé: “Varón de dolores, conocedor de
todos los quebrantos”. ¡NO! No estoy solo en la cruz. Doy gracias a la Iglesia
por el don tan inmenso de la fe. Sólo la fe tiene respuestas a los
interrogantes del hombre.
Recuerdo igualmente algunas
frases de los salmos que he meditado y qué bien me han hecho: “Me estuvo bien
el sufrir”, “hasta que no sufrí estuve perdido”.
Aunque también es cierto que,
¡cuántas veces he llorado en el silencio de la cama cuando llegan los dolores y
el sufrimiento, y al ver que llega el final de los días! Y aparece como una
desesperanza; aunque yo rápidamente digo “todo sea por la evangelización”. ¡Por
la evangelización! Aunque, a veces, ese “todo” resulta una carga dura y pesada.
Al igual que en la clínica, he
colocado un icono de la Virgen enfrente de mi cama, pues quiero morir mirándola
a ella. Y quiero morir sin agonía, sin lucha, sino entregándome como ella me ha
entregado a su Hijo.
Actualmente mi enfermedad se
agrava: tengo tumores en el hígado y en el hueso sacro. Es decir, la metástasis
comienza a extenderse; aunque con la quimioterapia parece que la retienen un
poco. De todos modos los médicos me han pronosticado que no viviré más de un
año, dos a lo sumo. Pido a Dios tener una calidad de vida lo suficientemente
aceptable como para evangelizar desde mi situación.
Me siento como una barca
varada en la orilla del lago de Tiberiades. Ya no saldrá más a pescar; pero
tengo la esperanza de que Cristo también suba a ella para proclamar desde allí
la Buena Nueva a la muchedumbre. Esta es ahora mi misión: ser barca varada,
púlpito de Jesucristo.
Veo que este tiempo es un
Adviento particular que el Señor me regala para prepararme al encuentro con el
“novio” y tener las lámparas preparadas con un aceite nuevo, y así poder entrar
al banquete de bodas. Es un don el poseer el aceite de Jesucristo, que
fortifica mis miembros para la dura lucha de la fe en el sufrimiento, me
ilumina la historia que está haciendo conmigo, y me asegura poseer el Espíritu
Santo, como arras del Reino de los Cielos.
Ciertamente nadie sabe ni el
día ni la hora de la muerte. Es vivir de la esperanza. De esto se reflexionará
en toda la Iglesia: sobre la virtud de la esperanza. Y sobre el espíritu que
nos hace decir ¡Abba! [¡Padre!].
Pero, a veces, creo que pierdo
el tiempo, que podría hacer más cosas, orar más, tener más intimidad con el
Señor, y otras veces la enfermedad no me deja hacer más. ¿Será que sólo tengo
que sufrir: purificarme, convertirme, evangelizar desde el silencio? A esto me
está ayudando la lectura de las obras de Santa Teresita del Niño Jesús y he
vuelto a releer la Salvifici Doloris del Papa Juan Pablo II.
Lo más importante es esta fe,
vivida en régimen de pequeñas comunidades, en donde la lectura de la Palabra de
Dios ilumina el sentido de mi vida, en donde se dan signos de unidad y amor.
Este es un artículo original
de "Religión en Libertad".
No hay comentarios:
Publicar un comentario