Queridos
amigos y hermanos del blog, cada 15 de agosto celebramos la
Asunción de la Virgen María a los Cielos. Esta Fiesta de la Asunción es fruto de una
antigua creencia del pueblo de Dios y es el último Dogma de Fe que la Iglesia de Cristo ha
definido con respecto a la Santísima Virgen.
La Virgen María
una vez transcurridos sus días mortales fue “asumida” o “asumpta” a los cielos;
o sea, resucitó como su Hijo y fue llevada a la gloria del cielo, en cuerpo y
alma. No decimos “ascensión”, sino
“asunción”, porque fue llevada por Jesucristo y los ángeles, como piadosamente
creemos. Se cree que este hecho ocurrió
cuando María tenía aproximadamente unos 72 años.
El Papa Pío
XII definió en la
Constitución Apostólica “Munificentíssimus Deus” del 1° de noviembre de 1950, después de
consultar a todos los Obispos del mundo, que la Asunción de María a los
cielos es una Verdad de Fe: “Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma
divinamente revelado: que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María,
cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celestial”. ¿Dónde está en los
Evangelios esta Verdad de Fe? En ninguna
parte, ya que se halla contenida en la Sagrada Tradición.
Los Evangelios
terminan con la Ascensión
de Cristo, y fueron escritos mucho antes de la muerte de Nuestra Señora. La Iglesia Católica
sostiene que la revelación de Dios a los hombres está contenida en dos lugares:
la Sagrada Escritura
y la Sagrada
Tradición. ¿Qué es la Tradición? Es aquello que escribieron los llamados
“Padres de la Iglesia”,
que fueron los escritores sucesores de los apóstoles. Y éstos fueron los que
nos transmitieron el hecho real de la Asunción de María a los Cielos.
El libro del
Apocalipsis, con el cual se termina la Revelación, nos habla de algo portentoso en el
cielo: “Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada de doce
estrellas”, esa mujer es la
Virgen María, que entra en cuerpo y alma al cielo, luego de concluida
su vida en la tierra. Y entra
gloriosamente para ser coronada como Reina y Señora de todo lo creado, por ser la Madre del Dios hecho Hombre,
Jesucristo, nuestro Redentor.
Desde el
principio de la Iglesia
los fieles llamaron a este misterio de María la “dormición” o “tránsito”, pero
no “muerte”. María no tenía pecado
original, de modo que el castigo del pecado que es la muerte no le
correspondía, pero murió para seguir en todo a su Hijo en la obra de la
redención del hombre; así como cumplió
la ley de la purificación después del parto, que no la obligaba. María siguió a Cristo en la muerte y así
había de seguirlo en la resurrección.
¡Cómo iba a
permitir Dios que aquel cuerpo sufriera la corrupción! Aquel cuerpo que había
sido el primer Sagrario de la tierra, el primer templo del Espíritu Santo. En él se había formado la Santísima Humanidad
de Cristo. Tenía que ser así. Además, la asunción, es el premio a la
humildad de María: “el que se humilla, será exaltado”. Del mismo modo que el anonadamiento de
Jesucristo es causa de su exaltación, igualmente en María, la entrada en el
cielo en cuerpo y alma es su enaltecimiento por parte de Dios.
La Iglesia ha
tenido razones poderosas para definir este Dogma. María está asociada a la victoria de Cristo
sobre el pecado, el demonio, y la misma muerte.
Cristo triunfa y asciende a los cielos, del mismo modo triunfa María al
ser llevada a lo alto.
Cristo y María
Santísima resucitaron para nosotros, y entraron en la gloria como
representantes de todo el cuerpo de la Iglesia, como primicias de nuestra resurrección futura.
Un cuerpo de varón y un cuerpo de mujer ya están en el cielo, transformados por
Dios en algo semejante a los ángeles.
Así pasará con
nuestros cuerpos, no es su destino final el estorbar al alma, decaer en la
vejez, y podrirse para siempre en el sepulcro.
No, nuestro destino final es ser renovados, perfeccionados por el
Creador de una manera extraordinaria como lo fue ya el cuerpo de la Santísima Virgen.
Como buenos
hijos trataremos de imitar a nuestra Madre.
Juan Pablo II, nos dice: “Esta mujer de fe, María de Nazaret, la Madre de Dios, nos ha sido
dada como modelo de nuestra peregrinación en la fe. De María aprendemos a
abandonarnos a la voluntad de Dios en todas las cosas. De María aprendemos a tener confianza,
también cuando parece perderse toda esperanza”.
Tenemos a
nuestra Madre en el cielo, Ella es nuestra gran defensora e intercesora ante el
Altísimo. Ella es nuestra “vida, dulzura
y esperanza”, su cariño de Madre lo sentimos a diario. Que Ella, “después de
este destierro nos muestre el fruto de su vientre, Jesús”, esto es lo que
necesitamos, porque todo se pasa, solo Dios nos basta.
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