domingo, 16 de noviembre de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 33º Domingo del Tiempo Ordinario: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”

 

“El Señor regirá el orbe con justicia” (Salmo 97, 9).

Ya el domingo pasado la liturgia, tratando el tema de la resurrección de los muertos, orientaba el pensamiento a las realidades ultraterrenas. Hoy prosigue en la misma dirección y señala “el día del Señor, cuando, al fin de los tiempos, vuelva Cristo con gloria para juzgar a vivos y muertos”, como rezamos en el Credo. El profeta Malaquías (3, 19-20a, primera lectura) lo presenta con tintas fuertes: “Mirad que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir” (ib 19). Estas imágenes no son agradables a la mentalidad moderna, pero, con todo, expresan una gran verdad. Si en la vida presente triunfa el mal y los que se burlan de Dios tienen éxito y fortuna, vendrá el día en que Dios mismo pondrá cada cosa en su lugar según justicia.

“Entonces vosotros volveréis a distinguir entre el justo y el impío, entre quien sirve a Dios y quien no le sirve” (ib 18). Cada cual tendrá la suerte que se haya preparado con su conducta; así, mientras para los impíos el día del juicio será como un fuego devorador, para los justos será la manifestación de la gloria de Dios. “Yo seré indulgente con ellos -dice el Señor- como es indulgente un padre con el hijo que le sirve” (ib 17). Delicada expresión que revela la bondad paternal de Dios, el cual recompensa a los que le aman por encima de todo mérito. “Los iluminará un sol de justicia” (ib 20), Cristo el Señor, el cual después de haber iluminado al mundo para guiarlo por los caminos del bien y de la paz (Lc 1, 79) volverá para acoger en su gloria eterna a cuantos hayan seguido su luz.

El Evangelio de este domingo (Lc 21, 5-19) reproduce un trozo del discurso escatológico de Jesús, donde la predicción de los sucesos que precederán el fin del mundo se mezcla con la de los hechos que precederán a la caída de Jerusalén y la destrucción del templo. Habla el Señor ante todo de la aparición de muchos que, presentándose en su nombre, impartirán doctrinas engañosas y falsas profecías. “Cuidado con que nadie os engañe…; no vayáis tras ellos” (ib 8). La deformación de la verdad es el peligro más insidioso. Hay que ser cautos y saber discernir; el que contradice a la Sagrada Escritura, el que no está con la Iglesia y con el Papa no ha de ser escuchado.

Jesús anuncia luego “guerras, revoluciones…, terremotos, epidemias, hambre” (ib 9-10). La historia de todos los tiempos registra calamidades de este género; sería por eso aventurado ver en ellas -como en la multitud de falsos profetas- la señal de un fin inminente. Jesús mismo prediciendo estas cosas, dijo: “No tengáis pánico…, el final no vendrá enseguida” (ib 9). Sin embargo, esto “tiene que ocurrir primero” (ib); pues, en el plan divino esas cosas tienen la misión de recordar a los hombres que aquí abajo todo es transitorio, todo está en camino hacia “nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2 Pe 3, 13), y en los que los justos participarán eternamente en la gloria de su Señor.

A esta misma luz han de ser consideradas las persecuciones que en todo tiempo hostigan a la Iglesia; no son para su perdición, sino para bien de los creyentes, para acendrar y robustecer su fe. “Así tendréis ocasión –dice Jesús- de dar testimonio” (Lc 21, 23). Por eso la conclusión de este fragmento, no sólo es serena, sino llena de confianza. Jesús exhorta a sus discípulos a no preocuparse ni siquiera cuando sean apresados, llevados a los tribunales y perseguidos por los amigos o familiares y convertidos en blanco del odio de todos. El velará por ellos, y si hubieren de perder la vida por su nombre, la habrán ganado para la eternidad. “Con vuestra paciencia, salvaréis vuestras almas” (ib 9). No es con las preocupaciones, las protestas, o las discusiones como se obtendrá la victoria, sino perseverando con paciencia en la fidelidad a Cristo y confianza en él, a pesar de que arrecien las tormentas.


“¡Oh Señor y verdadero Dios mío! Quien no os conoce, no os ama. ¡Oh, qué gran verdad es ésta! Mas ¡ay dolor, ay dolor, Señor, de los que no os quieren conocer! Temerosa cosa es la hora de la muerte… Considero yo muchas veces, Cristo mío, cuán sabrosos y deleitosos se muestran vuestros ojos a quien os ama y Vos, bien mío, queréis mirar con amor. Paréceme que sola una vez de este mirar tan suave a las almas que tenéis por vuestras, basta por premio de muchos años de servicio. ¡Oh, válgame Dios, qué mal se puede dar esto a entender, sino a los que ya han entendido, cuán suave es el Señor!

¡Oh cristianos, cristianos!, mirad la hermandad que tenéis con este gran Dios; conocedle y no le menospreciéis, que así como este mirar es agradable a sus amadores, es terrible con espantable furia para sus perseguidores. ¡Oh, que no entendemos que es el pecado una guerra campal contra Dios de todos nuestros sentidos y potencias del alma! El que más puede más traiciones inventa contra su Rey… Remediad, Dios mío, tan gran desatino y ceguedad”. (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 14, 1-2. 4).

“Señor, Dios nuestro, concédenos vivir siempre alegres en tu servicio, porque en servirte a ti, creador de todo bien, consiste el gozo pleno y verdadero” (Misal Romano, Oración Colecta).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

  


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